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El abogado y profesor de la Universidad Nacional de Mar del Plata, Tomás Fernández Fiks, consideró que “no se trata de una buena idea” que el negacionismo sea incorporado como un delito penal en la Argentina. 

Jueves, 19 de octubre de 2023

Por Tomás Fernandez Fiks*

Como resultado de la actual coyuntura electoral, ha recobrado vigencia una idea recurrente en los países que han atravesado violaciones masivas de derechos humanos: la penalización del negacionismo. A continuación, argumentaré que no se trata de una buena idea.

Si bien todavía no ha circulado ninguna propuesta legislativa concreta, sí se han escuchado voces a favor de la criminalización (o penalización) del negacionismo; esto es, la creación de un delito que tipifique (haga punible) la conducta consistente en negar, justificar o relativizar determinados hechos: en nuestro caso, tales hechos son la existencia del terrorismo de Estado y los crímenes de lesa humanidad cometidos en el marco de la última dictadura militar que gobernó el país.

Aunque comparto la preocupación respecto de la aparición de discursos revisionistas que cuestionan hechos que ya han sido acreditados y deberían estar fuera de discusión, creo que la penalización del negacionismo no es la respuesta adecuada para enfrentarlos. Baso mi posición en tres razones.

La primera es que la criminalización de un determinado discurso puede resultar contraproducente. Existe un aforismo que dice que “no hay tal cosa como la mala prensa”. La idea subyacente es que, en cierto sentido, cualquier publicidad –incluso la negativa- tiende a beneficiar aquello a lo que se da difusión, pues genera un renovado interés en el tema en cuestión. La prohibición de un discurso puede entonces ocasionar lo que se conoce como el “efecto Streisand”, que ocurre cuando el intento de censura termina dando mayor visibilidad al contenido que se pretendía acallar.

El nombre de este fenómeno debe su origen a la famosa actriz, quien en el año 2003 demandó a un fotógrafo y a un sitio web por violación a su privacidad. A través de la acción legal, Barbra Streisand buscaba remover una imagen de su mansión que figuraba en un enlace de internet de libre acceso, cuyo fin era documentar la erosión de la costa californiana en la que se ubicaba la propiedad.

Previo a la interposición de la demanda, la imagen en cuestión había sido descargada seis veces (dos de ellas, por los abogados de Streisand). Luego de que el litigio adquiriera notoriedad, el sitio web recibió 420.000 visitas en un mes. La moraleja de la historia se explica por sí sola.

Volviendo a nuestro caso, se supone que la iniciativa de penalizar el negacionismo tiene como finalidad desalentar el discurso que niega la existencia del terrorismo de Estado. Pero es altamente probable que tal iniciativa genere el efecto contrario, promoviendo la aparición de pretendidos mártires que reclamen estar siendo silenciados por un Estado opresor.

Para evitar esto, es preferible escuchar y corregir a aquellos que, zonzamente, niegan lo innegable, en lugar de prohibirles expresar sus ideas y allanarles el camino para que se posicionen en el lugar de víctimas cuya libertad de expresión ha sido coartada.

La segunda razón tiene que ver con el carácter liberal de nuestro derecho penal. Afortunadamente, en Argentina rige un derecho penal de corte liberal, cuya piedra angular, en lo que a la criminalización de conductas se refiere, es el principio de daño desarrollado por el filósofo John Stuart Mill. Según éste, sólo resulta admisible criminalizar aquellas acciones que impliquen un daño a terceros.

La Constitución Nacional fija un criterio similar en su artículo 19, que reza: “Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados.”

Según la interpretación dominante –aunque no unívoca- de esta cláusula, las acciones que no afecten intereses legítimos de terceros, por más alejadas de ciertos ideales de virtud o excelencia personal que estén, no son punibles. De aquí surge, como señala Daniel Rafecas, el principio constitucional de lesividad, como un dique de contención fundamental de las pretensiones punitivas del Estado.

De acuerdo con este principio, las intervenciones punitivas sólo se admiten frente a acciones que han afectado (lesionado o puesto en peligro) determinados bienes jurídicos, entendidos como intereses o valores individuales o colectivos consagrados constitucionalmente, tales como la vida, la libertad, la integridad sexual, etc.

Asimismo, en el marco de un derecho penal liberal, el principio de lesividad se complementa con el de última ratio o mínima intervención, según el cual el castigo penal es una herramienta de último recurso, cuyo empleo resulta admisible siempre y cuando el Estado carezca de mecanismos menos lesivos para lograr el fin perseguido.

De acuerdo con estos principios, el principal escollo con el que se enfrenta la iniciativa de criminalizar el negacionismo es que la expresión de ciertas ideas u opiniones acerca de acontecimientos históricos –por más falsas, repudiables o indignantes que sean- difícilmente pueda ser calificada como un daño, en el sentido relevante.

¿Quiere esto decir que ninguna expresión puede ser objeto de punición? Por supuesto que no. El Código Penal prevé los delitos de calumnias (artículo 109) e injurias (artículo 110), los cuales reprimen expresiones que afectan el honor de personas determinadas. Asimismo, el artículo 212, ubicado en el título XVIII (delitos contra el orden público), establece que “Será reprimido con prisión de tres a seis años el que públicamente incitare a la violencia colectiva contra grupos de personas o instituciones, por la sola incitación.”

Por otra parte, el artículo 3º de la Ley Nro. 23.592 sobre Actos Discriminatorios dispone que “Serán reprimidos con prisión de un mes a tres años los que participaren en una organización o realizaren propaganda basados en ideas o teorías de superioridad de una raza o de un grupo de personas de determinada religión, origen étnico o color, que tengan por objeto la justificación o promoción de la discriminación racial o religiosa en cualquier forma. En igual pena incurrirán quienes por cualquier medio alentaren o incitaren a la persecución o el odio contra una persona o grupos de personas a causa de su raza, religión, nacionalidad o ideas políticas.”

En todos estos casos, las conductas reprimidas implican la afectación de bienes jurídicos (v.gr., el honor, el orden público, la igualdad ante la ley y dignidad de todas las personas) y por lo tanto resultan, prima facie, legítimamente criminalizables.

La penalización del negacionismo es más difícil de justificar porque no resulta claro cuál sería el bien jurídico afectado ni dónde radicaría el daño que se quiere evitar. Incluso si supusiéramos, por el bien de la discusión, que las expresiones negacionistas vulneran algo así como la convivencia democrática o el respeto a las instituciones democráticas, habría que demostrar que la vía penal es el mecanismo más idóneo para garantizar el aseguramiento de esos valores.

Esto también parece difícil de fundamentar si se tiene en cuenta la disponibilidad de recursos menos lesivos como, por ejemplo, la posibilidad de emitir comunicados oficiales que desmientan las expresiones negacionistas.

La tercera razón que quiero mencionar hace hincapié en el valor de la circulación libre de ideas en el marco de una democracia. Me apoyo aquí en las enseñanzas del filósofo del derecho Ronald Dworkin, quien sostuvo que, en una democracia, nadie tiene el derecho a no ser insultado u ofendido. Según este autor, si queremos que los fanáticos acepten el veredicto de la mayoría una vez que ésta se ha pronunciado, debemos permitirles expresar su fanatismo en el proceso cuyo veredicto les exigimos que respeten.

Estas reflexiones se apoyan en la idea de que la libertad de expresión es una condición necesaria de un gobierno legítimo. Sostiene Dworkin que las leyes y políticas públicas no son legítimas a menos que hayan sido sancionadas a través de un proceso democrático, y un proceso no es democrático si el gobierno ha impedido que algunas personas expresen sus convicciones acerca de cómo deberían ser esas leyes y políticas públicas.

Para evitar cualquier suspicacia, debo mencionar que Dworkin fue un filósofo comprometido con los derechos humanos y con el caso argentino en particular, habiendo presenciado el juicio a las juntas militares en nuestro país e incluso prologado la versión en inglés del Nunca Más.

En definitiva, por las razones expuestas anteriormente, no creo que la criminalización del negacionismo sea una buena opción. Tampoco me parece una idea descabellada, que deba ser descartada por resultar patentemente inconstitucional; al fin y al cabo, personas razonables –entre las que se incluyen prestigiosos juristas- se han pronunciado a su favor e incluso algunos países europeos han sancionado leyes que se inscriben en la misma línea (aunque esto, por supuesto, no implica que esas leyes sean buenas).

No obstante, creo que las razones que operan en contra de la penalización superan a las que puedan formularse en su apoyo. En cualquier caso, tómese a estas breves reflexiones como una invitación al diálogo respecto de esta relevante cuestión. Para finalizar, quiero dejar en claro que, como sociedad, tenemos la responsabilidad cívica de combatir los discursos negacionistas.

A mi entender, sin embargo, la manera adecuada de hacerlo es exponiendo los agujeros, inconsistencias, prejuicios y falsedades de esos discursos. Es mejor no involucrar al derecho penal.

 

* Abogado (UNMdP); LL.M. (Columbia University). Docente de Metodología de la Investigación y Derecho Penal II en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata. tomasfiks@gmail.com

 

Fuente: Palabras del Derecho 


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