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El posicionamiento a favor o en contra de la punición, exige responder a dos preguntas: si es posible criminalizar el negacionismo (los alcances de la libertad de expresión y la adecuación al sistema interamericano de protección de derechos humanos de la que Argentina forma parte) y si es deseable, es decir si es la herramienta más conveniente (sentido y eficacia de esta política criminal).

 

Por Valeria Thus*

A partir de los dichos de la vicepresidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, con relación a la necesidad de contar con una ley contra el negacionismo, se reabrió el debate en un contexto particular: con funcionarios públicos negacionistas, en cargos ejecutivos y electivos. Además, se han plasmado en acciones concretas como la vandalización de símbolos y lugares asociados a políticas de memoria, así como ataques a figuras o instituciones del campo de los Derechos Humanos.

En nuestro país el debate por la criminalización no está saldado, aunque los organismos de derechos humanos vienen generando consensos y trabajando en un proyecto de ley. En Europa la respuesta es clara: más de 20 países optaron por la herramienta penal.

El posicionamiento a favor o en contra de la punición, exige responder a dos preguntas: si es posible criminalizar el negacionismo (los alcances de la libertad de expresión y la adecuación al sistema interamericano de protección de derechos humanos de la que Argentina forma parte) y si es deseable, es decir si es la herramienta más conveniente (sentido y eficacia de esta política criminal).

Entonces, primero nos vamos a preguntar qué hacer con el discurso intolerante que se ampara en la libertad de expresión para discriminar y humillar y cuestionar los cobijos fascistas de nuestras democracias consensuales. Porque hablar de libertad de expresión y negacionismo es hablar del papel que debe asumir el Estado frente a discursos que contradicen los valores democráticos. Si bien nosotros no tenemos un modelo de democracia militante como en Alemania, y el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.(SIDH) es más protectivo, cercano a un modelo de neutralidad de contenidos; también es cierto que los discursos de odio no se encuentran protegidos y se abre un camino, sobre todo a partir de la sanción de la Convención Interamericana contra el Racismo, con vigencia desde 2017, (que Argentina aun no ratificó) para establecer límites a la libertad de expresión frente a los negacionismos como discursos de odio y reducir los riesgos de inconstitucionalidad del delito.

Con el negacionismo se construye una narratividad que legitima el arrasamiento, clausurando la visibilización y se configura como disputa sobre la apropiación política del pasado. Pero algo más: al negar el ataque más extremo a la dignidad humana que es un genocidio, se busca generar condiciones de repetición, validar representaciones y prácticas de exterminio. Con el tiempo, esa construcción discursiva determina qué es lo exterminable, lo naturaliza y sedimenta. Se niega la violencia más radical a la condición humana para habilitar otras violencias en la discursividad social con una agenda regresiva de derechos. Esta relación con los discursos de odio nos permite además comprender su peligrosidad en las democracias actuales y por qué enfrentar al negacionismo se convierte en la madre de las batallas.

El segundo plano del debate se vincula con la conveniencia de la estrategia legal. Está claro que la opción penal no tiene en miras la reeducación moral de los negacionistas; sino que se busca enviar un mensaje a la sociedad, establecer cuáles son los valores que decidimos priorizar (la libertad de expresión de los negacionistas o la dignidad humana de los sobrevivientes y familiares), actualizando el imperativo ético político “NUNCA MAS” a 40 años de recuperación de la democracia. Y lo hacemos en el Congreso y con la ley como narrativa maestra de la nación.

Podemos encontrar matices para lograr la adecuación con el SIDH: circunscribirlo a funcionarios públicos y también pensar modos más creativos de sanción, cercanos a los modelos de justicia restaurativa, en clave de capacitación obligatoria en derechos humanos, a la vez de buscar acuerdo transversales a las distintas fuerzas políticas para conferir mayor legitimidad democrática; pero entendiendo que, en esta verdad dialógica que construimos en nuestro camino de Memoria, Verdad y Justicia, debemos dar voz prioritaria en el debate público a las víctimas de los crímenes de Estado.

Lo que no podemos es no hacer nada. Se lo debemos a nuestros muertos.

 

*Dra. en Derecho Penal, magister en Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Directora del programa Justicia y Memoria, docente e investigadora de Fder-UBA y autora del libro “Negacionismo y derecho penal: el rol del derecho frente a las negaciones de los crímenes de Estado”.

 

Fuente: Télam 


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