“Es emocionante ver lo que se ha logrado en estos años”, tuiteó el ministro de Seguridad porteño, Marcelo D’Alessandro mientras una patota sin uniforme de la Policía de la Ciudad hería de muerte a Lucas González. La siguiente es una recorrida por la historia de una fuerza obsesionada con la criminalización de la protesta y un control maníaco del espacio público, que desde su creación acumula un récord de 121 asesinatos.
Por Ricardo Ragendorfer
Por razones de “fuerza mayor” –nunca mejor empleadas estas palabras–, el Gobierno porteño decidió suspender la cena de gala en el Teatro Colón por el quinto aniversario de la Policía de la Ciudad. Una lástima. Apenas unas horas antes, exactamente durante la mañana del 17 de noviembre, el ministro de Seguridad, Marcelo D’Alessandro, había expresado su júbilo por semejante efeméride en su cuenta de Twitter. “Es emocionante ver lo que se ha logrado en estos años, y nada de ello sería posible sin la vocación y el profesionalismo de los hombres y mujeres que integran esta moderna Fuerza”.
En ese preciso instante, una patota de dicha mazorca, que se desplazaba sin uniforme en un vehículo no identificable, hería de muerte a balazos en una calle de Barracas a Lucas González de 17 años.
Enseguida se activaron los protocolos de rigor: describir el asunto como “una acción preventiva contra masculinos en actitud sospechosa” y plantar una pistola de plástico. Pero esta vez la mentira tuvo patas cortas.
Entonces, D’Alessandro y el alcalde Horacio Rodríguez Larreta echaron mano al ya viejo argumento de las “ovejas negras, que inexorablemente serán depuradas por la propia institución”.
En este punto es necesario retroceder hacia los orígenes.
Corría el 5 de octubre de 2016 en el playón del Instituto Superior de Seguridad Pública, de Villa Lugano. Allí se desarrollaba la presentación de la Policía de la Ciudad –fruto del ensamble de la Metropolitana con el sector de la Federal absorbido por el gobierno porteño–, y Rodríguez Larreta sonreía de oreja a oreja. Pero aquel evento –en el cual fue exhibida una muestra vehicular de la fuerza naciente– se malogró al descubrirse que la estrella de su flota, un espectacular helicóptero, era en realidad una unidad del SAME ploteada a las apuradas para la ocasión. El fracaso de ese acto de ilusionismo anticipó otras desventuras más ominosas.
A diferencia del resto de las agencias de seguridad del país, la Policía de la Ciudad es una suerte de milicia partidaria, la milicia del PRO. Y como tal, su sentido operativo está cifrado en dos obsesiones –diríase– neoliberales: la criminalización de la protesta y un control maníaco del espacio público. Eso lo demostró a poco de nacer.
Para comprobarlo, bien vale repasar sus hitos operativos a comienzos de 2016, cuando sus jaurías debutaron en las calles; a saber: la emboscada con golpizas y detenciones arbitrarias a mujeres tras la marcha organizada el 8 de marzo por el colectivo Ni Una Menos; los palazos y tiros con proyectiles de goma a vecinos de La Boca que el 21 de marzo protestaban por la muerte de una mujer y graves heridas a otra durante una desaforada persecución de La Bonaerense a supuestos delincuentes; el ataque furibundo del 9 de abril a los docentes que armaban la Escuela Itinerante en la Plaza de los Dos Congresos y la intimidación del 21 de abril a estudiantes y profesores de la Escuela Normal Mariano Acosta por efectivos de la Comisaría 7ª.
A dicho panorama se le sumaba la realización sistemática de “controles poblacionales”, tal como ellos denominan las razzias en barriadas pobres; las vejaciones a niños indigentes que circulan en zonas urbanas vedadas para ellos por las leyes no escritas del apartheid; las detenciones callejeras de adultos jóvenes por razones lombrosianas, el despojo de mercaderías a manteros, y el hostigamiento permanente a inmigrantes, entre otras delicias. Una dialéctica de la “seguridad pública” como valor supremo que el macrismo supo imponer en la vida cotidiana con siniestra eficacia.
Tres meses antes de concluir el régimen de la alianza Cambiemos, el entonces vicejefe y ministro de Seguridad porteño, Diego Santilli, extrajo su cuchillo de claridades: “Queremos seguir mejorando la seguridad para cuidar más a los vecinos”.
Hablaba como si viviera en un mundo paralelo. Días antes un policía de la mazorca que dirige había matado a un peatón con una patada en el pecho.
Se sabe que durante la era macrista las “ejecuciones preventivas” fueron una cuestión de marketing. Por eso no fue extraño que los noticieros repitieran una y otra vez el video de ese crimen con la naturalidad de quien difunde las imágenes de una infracción futbolera. Bien a tono, el secretario de Seguridad, Marcelo D’Alessandro, supo explicar al respecto: “Es el protocolo; el policía mantuvo la distancia con la pierna para evitar que el sospechoso genere algún daño”. El hecho cayó rápidamente al olvido.
En el lustro que tiene en la calle esta “moderna fuerza” (D’Alessandro dixit), sus efectivos mataron a dos personas por mes, cosechando así un record de 121 asesinatos. Una auténtica cosecha roja.
Fuente: Télam