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“Decir que una mujer muere por empoderada es invertir la lógica del daño. Es sugerir que el problema no está en quien agrede, sino en quien se atreve a decidir”, sostiene la abogada María Eugenia Ayala Soria, en relación a las recientes declaraciones de la ministra de Seguridad Nacional, Patricia Bullrich, sobre el incremento de los casos de femicidios en todo el país.

Sábado, 18 de octubre de 2025

Por María Eugenia Ayala Soria*

En octubre de 2025, la ministra de Seguridad Patricia Bullrich declaró públicamente que “las mujeres mueren por empoderadas”, en referencia al aumento de femicidios en Argentina. La frase fue pronunciada durante una entrevista en el canal de streaming Carajo, conducido por el influencer conocido como “Gordo Dan”, donde Bullrich sostuvo que el empoderamiento femenino genera un “desequilibrio” que “se vuelve en contra” de las mujeres. En sus palabras:

Estas declaraciones, emitidas en un contexto de once femicidios en dos semanas, no solo generan inquietud: revelan una forma de pensar que responsabiliza a quienes deciden vivir con autonomía, en lugar de interpelar a quienes ejercen violencia.

Decir que una mujer muere por empoderada es invertir la lógica del daño. Es sugerir que el problema no está en quien agrede, sino en quien se atreve a decidir. En quien dice “no”, en quien pone límites, en quien se aleja, denuncia, exige, transforma. Esa inversión no es inocente: forma parte de un discurso que incomoda cuando las mujeres ya no encajan en el molde de lo tolerable.

Lo que se presenta como exceso —“pisotear al otro”, “provocar”— es, en muchos casos, simplemente vivir con dignidad. Elegir qué hacer con el cuerpo, con el tiempo, con los vínculos. Y cuando esa elección desafía el orden establecido, la respuesta suele ser violenta. No porque la autonomía sea peligrosa, sino porque hay quienes no toleran perder el control.

En lugar de preguntarse por qué alguien agrede, se interroga a quien se defiende. En lugar de revisar las estructuras que habilitan el daño, se cuestiona la actitud de quien intenta salir. Así, el empoderamiento se convierte en sospecha, y la víctima en responsable. Pero no hay decisión que justifique una agresión. No hay deseo que merezca castigo. No hay libertad que deba pagarse con la vida.

Estas declaraciones, además, deslegitiman los procesos colectivos que han permitido visibilizar la violencia, construir redes, impulsar leyes, transformar instituciones. Presentar la autonomía como causa de muerte es desarticular el tejido que sostiene la vida. Es volver al silencio, al miedo, al aislamiento. Es reinstalar la idea de que el lugar seguro para una mujer es el sometimiento, y que cualquier intento de salir de ahí puede ser castigado.

También contradicen compromisos asumidos en instrumentos internacionales como la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Belém do Pará). Ambos establecen que los Estados deben modificar los patrones socioculturales que perpetúan la violencia y combatir los estereotipos que la justifican. Culpar a las mujeres por ejercer autonomía vulnera esos principios y debilita el deber institucional de prevención.

Cuando el discurso público responsabiliza a las mujeres por ejercer autonomía, también impacta en cómo se interpreta la violencia en los tribunales. Las decisiones judiciales no se toman en un vacío: están atravesadas por sentidos sociales, por narrativas que circulan, por formas de nombrar. Si el empoderamiento se presenta como provocación, el acceso a la justicia se vuelve más difícil. Por eso, cuidar el lenguaje no es solo una cuestión política: también es una forma de garantizar derechos.

Las palabras no son neutras. Cuando provienen de figuras públicas, adquieren peso normativo, simbólico y político. Instalan sentidos, habilitan prácticas, justifican omisiones. Decir que las mujeres mueren por empoderadas no es solo una frase desafortunada: es una forma de desviar la atención del problema real. Es una manera de volver a poner el foco en las víctimas, de interrogar sus decisiones, de cuestionar sus modos de vivir. Es una forma de decir que el mundo sería menos violento si las mujeres fueran menos libres.

Pero la violencia no se desata por el empoderamiento. Se desata por la persistencia de un sistema que no tolera la igualdad. Por estructuras que siguen reproduciendo la idea de que el cuerpo de una mujer es territorio de control, de castigo, de corrección. Por discursos que naturalizan la agresión como respuesta legítima ante la autonomía. Por instituciones que fallan en proteger, en prevenir, en reparar.

En tiempos donde la violencia se recrudece, cuidar el lenguaje es urgente. Porque las palabras no solo nombran: también habilitan, justifican, perpetúan. Y cuando vienen de quienes ocupan lugares de poder, su impacto es mayor. Por eso, más que nunca, es necesario afirmar que vivir con autonomía no es un riesgo: es un derecho. Que decidir no es provocar. Que el problema no está en quien se empodera, sino en quien no tolera que lo hagan.

La frase de Bullrich no es solo desafortunada. Es peligrosa. Porque instala una narrativa que puede justificar la inacción estatal, la impunidad judicial, el abandono institucional. Porque deslegitima las luchas que han permitido que hoy muchas mujeres puedan nombrar lo que antes era silencio. Porque pone en duda el valor de la autonomía como herramienta de vida.

Y, sin embargo, a pesar de todo, las mujeres seguimos decidiendo. Seguimos saliendo y denunciando. Construyendo redes, impulsando leyes, transformando espacios. Continuamos empoderándonos, no como provocación, sino como afirmación de existencia. Porque el empoderamiento no es arrogancia: es supervivencia. Es dignidad. Es futuro.

 

* Por María Eugenia Ayala Soria. Abogada. Técnica en Diagnósticos Sociales. Tesista de la Licenciatura en Sociología de UNCAUS.


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