A diferencia de lo que sostiene la ministra Patricia Bullrich, los menores y jóvenes aparecen entre las víctimas frecuentes de homicidios antes que como victimarios. En la investigación de los crímenes ocurridos este año en Rosario la dificultad no fue detener a los menores involucrados sino a los instigadores y reconstruir la trama de los hechos.
Sábado, 3 de agosto de 2024
Por Osvaldo Aguirre
El autor del crimen del playero Bruno Bussanich, un adolescente de 15 años, había sido detenido en Rosario. La ministra Patricia Bullrich proclamó en la red X la necesidad de “hacer justicia” y anunció que estaba lista “la Ley de Imputabilidad, para que nunca más crímenes como estos queden impunes”. Desde entonces, el episodio retorna como un argumento para respaldar el proyecto de ley que bajaría la edad de imputabilidad desde los 16 a los 13 años y que comenzó a ser tratado en la Cámara de Diputados esta semana.
DMG, como se conoce al menor, fue detenido el 29 de marzo y señalado, además, como responsable de los crímenes de los taxistas Héctor Raúl Figueroa y Diego Alejandro Celentano, que habría ordenado un preso en la cárcel provincial de Piñero. Según la investigación que dirige el fiscal Patricio Saldutti, el asesinato de Bussanich fue encargado por otro preso de la cárcel federal de Ezeiza, no identificado, y el menor utilizó los $400.000 del pago para cancelar una deuda por una moto abandonada ante un control policial.
“Hay un debate no saldado porque el régimen penal juvenil vigente es el de la dictadura. Pero la gente cree que un menor que mata se queda en la casa y es falso. Cuando son delitos graves como un homicidio, los menores no vuelven a sus hogares”, dice Sabina Frederic. La ex ministra de Seguridad durante la presidencia de Alberto Fernández destaca que “Bullrich ha hecho foco en la situación de Rosario para endurecer su discurso, una narrativa que tiene mucho que ver con una forma de gobierno y no necesariamente se traduce en un fortalecimiento del Estado para ir contra las organizaciones criminales”.
“Nos guste o no, el sistema de protección fracasó”, afirma Esteban Rodríguez Alzueta. Para el investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y director de la revista Cuestiones criminales, “el debate no es una mera expresión de demagogia punitiva”, porque “hay un reclamo legítimo de los ciudadanos, especialmente de los vecinos de los barrios plebeyos, los territorios donde se dan la mayoría de los delitos callejeros y de las violencias”.
“No podemos quedarnos en la baja per se”, dice Frederic. Bajar la edad de imputabilidad sería “empezar por el final”, según Rodríguez Alzueta, cuando “tenemos que pensar formas alternativas para reprochar determinadas conductas a los jóvenes, porque gran parte de los vecinos sienten que les toman el pelo, ven que los conflictos escalan y la bola de nieve es cada vez más grande”.
Las estadísticas sobre la situación en Santa Fe no respaldan el supuesto caso testigo para bajar la edad de punibilidad. El Observatorio de Seguridad Pública no discrimina homicidios dolosos cometidos por menores. Sí, en cambio, discrimina la edad de las víctimas y registra 44 homicidios de jóvenes de entre 15 y 19 años en Rosario durante 2023, más del 13% del total. El objetivo de la baja de imputabilidad sería “terminar con la impunidad, frenar la puerta giratoria y darle respuesta a la gente”, según el Ministerio de Seguridad de la Nación, pero esas consideraciones tampoco se ajustan al contexto: en los crímenes del mes de marzo, las dificultades para los investigadores no fueron detener a los menores involucrados sino avanzar más allá, identificar a los instigadores y reconstruir una cadena de la cual los jóvenes son el último eslabón.
Entre la violencia narco y la explotación laboral
Sabina Frederic enfatiza en la necesidad de crear dispositivos de prevención de la violencia y del delito para menores de 16 años. “No hacen falta más policías y encarcelamiento sino más políticas sociales, de acompañamiento de la primera infancia, más trabajo con padres y con familias sustitutas. Hay un problema para atajar antes y el régimen penal juvenil, que debería tener otro nombre, debería contemplarlo, no solo meter presos a los menores”, dice la investigadora de la Universidad Nacional de Quilmes y del Conicet.
Braiton Nicolás Villa fue uno de esos jóvenes desamparados ante la violencia en Rosario. Tenía 15 años cuando murió el 21 de junio, después de ser baleado mientras se trasladaba en un remís hacia un destino desconocido. A los 13 años había sido detenido por una balacera; un año después, herido gravemente por un grupo de jóvenes en una casa del barrio San Francisquito, y el 14 de noviembre de 2023 hizo de campana en el intento de rescate de un preso en el Hospital Provincial que terminó con el asesinato del policía Leoncio Bermúdez.
La participación de menores en episodios de violencia aparece en relación con las transformaciones del narcomenudeo y con estrategias de bandas criminales que apuntan a una mano de obra barata y sustituible. En De ladrones a narcos: violencias, delitos y búsquedas de reconocimiento, la antropóloga Eugenia Cozzi describe una pirámide que en orden de jerarquía comprende a narcos, transeros, sicarios, soldaditos y bunqueros (los que atienden los quioscos de droga). Como contraste, los jóvenes caracterizan sus experiencias de trabajo legal “como humillantes y de explotación, más que como fuente de prestigio y placer”. Una frase define la visión juvenil de las condiciones de trabajo sea formal o informal, según la investigadora: “Te tienen de esclavo”.
“Hay una devaluación del trabajo porque las condiciones que ofrece el mercado para los jóvenes de sectores populares son tremendas. El universo laboral como proyección de futuro es algo lejano ya para varias generaciones, pero de todas maneras el trabajo sigue siendo un aspecto de la vida que genera sentimientos de utilidad social y de reconocimiento”, afirma Evangelina Benassi, quien realizó una investigación con jóvenes del barrio Las Flores para su tesis Plantate y boxeá: jóvenes de sectores populares, circuitos y trabajo.
Benassi sostiene que la perspectiva sobre el problema está distorsionada por prejuicios. “Existe el imaginario de que en los barrios populares no hay más que desolación y narcotráfico. Y no es así. También están las instituciones que funcionan como pueden, las redes solidarias y comunitarias. Las identidades no se definen además de manera absoluta”, dice la investigadora y docente de Trabajo Social en la Universidad Nacional de Rosario. El mercado de las drogas “resulta tentador y está disponible, pero los y las pibas conocen los riesgos que corren y tienen sus propias valoraciones y una mirada crítica respecto de participar en esos circuitos”.
Según Rodríguez Alzueta, “el mundo transa no solo provee el dinero para acceder a la cultura del consumo, para tener un acceso más fácil a las drogas, sino que ejerce un atractivo moral: el barrio mutó en las últimas décadas y el lugar que hace treinta o cuarenta años tenía el ”chorro“ hoy lo tienen el transa y el narco”. En ese devenir, “puede ser que a los transas les salga más barato recurrir a adolescentes pero también corren otros riesgos, porque los pibes tienen la mecha corta y no existe la lealtad como existía en la cultura criminal adulta y profesional”.
En su trabajo de campo, Benassi observó las interrelaciones entre vida cotidiana y violencia: “El propio barrio hacía una lectura del conflicto y de cómo iba a encauzarse, pero después de la pandemia fue más difícil entender las situaciones. Igualmente la violencia organizaba la vida barrial y comunitaria. A veces los pibes dejaban de ir a la escuela aunque estuviera a cinco cuadras porque en el camino tenían una bronca, como ellos dicen”.
Categorías impropias
“Antes de discutir la baja hay otras cosas que merecen ser debatidas”, dice Rodríguez Alzueta. Para empezar, “un régimen con leyes, procedimientos, autoridades e instituciones específicas y políticas de persecución penal para jóvenes de 14 y 15 años como ya sucede en las provincias de Neuquén, Entre Ríos, Chaco, Salta, Santa Cruz, La Pampa, algunos juzgados de Córdoba: incorporar a estos adolescentes al proceso de responsabilidad penal, pero sin punibilidad penal, salvo para infracciones graves”.
Contra el sentido común sobre la puerta giratoria, el Centro de Estudios Latinoamericano sobre Inseguridad y Violencia (Celiv) de la Universidad Nacional de Tres de Febrero analiza en su boletín del mes de marzo un aumento del 70% en la tasa de encarcelamiento entre 2013 y 2022, por el cual se pasó de 62.000 a 105.000 personas privadas de la libertad en el país. “Tenemos que buscar formas de reproche que no sean a través del encierro, porque la cárcel lumpeniza, le sube el precio al delito y puede contribuir a la incorporación de los jóvenes a redes criminales. Y está visto que la cárcel no es la respuesta al delito”, afirma Rodríguez Alzueta.
“¿Cómo hacemos para que un pibe no escale en su trayectoria delictiva? –se pregunta Sabina Frederic- Se necesitan mecanismos de contención social, de oportunidades y eso nunca va a ocurrir dentro de una cárcel. No se piensa cómo cuidar a los niños y a las niñas sino en tirar respuestas muy resonantes y que parecen tranquilizadoras para la opinión pública”.
Sabina Frederic subraya que mientras faltan políticas para desbaratar mercados ilegales, por ejemplo el del robo de celulares, los diagnósticos recurren a categorías impropias para las organizaciones del crimen en Argentina. “No existe nada que se le parezca a un cartel, a la mafia –puntualiza–. Hablamos de gente que en su mayoría vive en la precariedad, tanto las víctimas como los victimarios. Hay mucha literatura para confirmar que los niveles de organización del crimen en la Argentina no tienen nada que ver con la mafia, no son cerrados, no son autónomos del Estado y tienen una rentabilidad que en la inmensa mayoría de los casos es baja”.
Entre esas categorías está la del narcoterrorismo, que el gobierno nacional impulsó a partir de los crímenes de trabajadores en Rosario: “No hay narcoterrorismo sino un Estado que ha hecho la vista gorda durante muchas décadas. El sicariato, la venta de drogas, se hacen en la mayoría de los casos con poca sofisticación y a la vista de todo el mundo. En la provincia de Santa Fe, en particular, está claro que el problema es la policía”, resalta Frederic.
Una política escindida
Marcos Maldonado apareció asesinado de un tiro en la cabeza en el barrio Tablada, uno de los más violentos de Rosario, el 20 de enero de 2024. Tenía 17 años, le decían Chaparrito y había sido criado por una tía que atendía un quiosco de drogas y lo llevaba a robar por el vecindario. “Con Chaparrito fracasamos todos: la escuela que no lo supo contener dentro de sus aulas, la justicia que no lo ayudó en su recuperación y las iglesias que no le supimos mostrar que la felicidad no está en el consumo de droga”, dijo entonces el obispo Claudio Castricone.
La historia de Milton Luis Carballo, asesinado a los 15 años el 11 de septiembre de 2023, expone otro cuadro de desamparo. El Tribunal Colegiado de Familia Nº 3 de Rosario había impartido una orden de localización e internación provisoria que la policía no cumplió, y los autores del crimen no fueron identificados. Milton atravesaba una crisis depresiva después de los asesinatos de sus amigos Eric Luis Galli y Valentín Solís, de 15 y 14 años, el 24 de noviembre de 2022. Ninguno de los tres menores estaba vinculado al narcomenudeo y los asesinatos a pasos de la escuela a la que concurrían, en barrio Triángulo.
Evangelina Benassi advierte sobre las simplificaciones en torno al problema de la violencia en Rosario. “El narcotráfico explica todo y a la vez no explica nada. Lo que pasa en Rosario explota ahora, pero para comprender la situación hay que ver un proceso que lleva más de diez años. A veces los pibes son narcos, son trabajadores y son estudiantes y a veces no son de nada eso. No hay que esencializar recorridos sino pensarlos con mayor complejidad. La linealidad de la lectura genera incapacidad reflexiva y lleva a pensar en un problema entre buenos y malos”, dice.
“Tenemos que reformular el sistema de protección y completarlo con un sistema de responsabilidad. Tenemos que salir de la cultura de la excusa. El campo de las niñeces está tomado por la cultura de la excusa, con miradas que expulsan las causas y que arrojan mantos de piedad sobre los jóvenes. Hay mucha chatarra ideológica en este campo”, enfatiza Rodríguez Alzueta. Según el criminólogo y también autor de Desarmar al pibe chorro. Rodeos en torno a las transgresiones juveniles urbanas, entre otros libros, “parte del voto a Milei es el resultado de las excusas y los eufemismos que fuimos construyendo en todos estos años, y si no hacemos nada dejamos otra vez el problema en manos de la policía”.
“No se puede pensar la política de seguridad escindida de otras políticas –argumenta por su parte Sabina Frederic-. Lo que pasa desde hace décadas es que todo aquello que otras áreas del Estado no pueden resolver cae en las políticas de seguridad: el problema habitacional, las ocupaciones de tierras, los desalojos. No se puede pensar la reorientación de la punibilidad si no hay políticas de Estado que atiendan la vulnerabilidad que muchas veces el propio Estado produce a través de sus políticas fallidas”. Mientras tanto, según los términos del Ministerio de Seguridad de la Nación, el proyecto para bajar la edad de imputabilidad recurre a estereotipos básicos del punitivismo argentino: la invocación del “garantismo” como antagonista (se trataría de remediar “las consecuencias de años de zaffaronismo”) y la justificación del endurecimiento de las penas “para darle respuesta a la gente”.
Fuente: elDiarioAR