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La noticia publicada por esta revista respecto de la ejecución de razzias policiales en Quitilipi mostró hasta dónde está dispuesta la sociedad a tolerar los abusos policiales en pos de la proclamada “Seguridad”. El valor de las instituciones que velan por la protección de los Derechos Humanos, clave en tiempos de oscuridad libertaria.

Viernes, 10 de mayo de 2024

Una de las imágenes que compartió el jefe de Policía.

Por Bruno Martínez

La publicación de LITIGIO sobre la ejecución de una razzia en Quitilipi, que tuvo como víctimas a jóvenes de la zona, destapó una serie de tópicos acerca de la falsa lucha contra la inseguridad, la dimensión moral de la violencia y la tolerancia de buena parte de la sociedad y el poder político a los abusos policiales que valen la pena abordar en detalle.

“A confesión de partes, relevo de pruebas”, dice el viejo axioma jurídico. En base a esto, se dio a conocer lo ocurrido en Quitilipi, entre la noche del 29 de abril y la mañana del 30. La “confesión de parte” la hizo el mismísimo jefe de Policía del Chaco, Fernando Romero, en un grupo de WhatsApp que participa junto a un puñado de periodistas locales. Allí, confesó que se realizó la detención masiva de un grupo de jóvenes (al menos diez) y compartió fotos de los aprehendidos.

“Razzia en Quitilipi, el que no porta DNI y no justifica presencia (a) altas horas de la madrugada, a la jaula”, fue el brutal comentario de la máxima autoridad de la policía provincial. Habituado a este tipo de exabruptos ante una audiencia complaciente, Romero evitó dar explicaciones a este medio sobre los detalles de lo ocurrido.

Se conoce como razzia a los operativos policiales sorpresivos que tienen por objeto rodear un predio, impedir los movimientos de las personas que quedan atrapadas, obligarlas a subir a móviles policiales y conducirlas a comisarías. Todo esto de manera arbitraria, con el fin de hostigar y amedrentar a un grupo en particular, violando derechos humanos fundamentales.

La respuesta a esta noticia por parte de la Justicia no se hizo esperar. El mismo día en que se publicó la información, el defensor oficial 2 de Sáenz Peña, Matías Jachesky, presentó un hábeas corpus colectivo, correctivo y preventivo ante el juez de Garantías de la Segunda Circunscripción judicial, Luis Kubicek. Catalogó al hecho como de “extrema gravedad” y solicitó el cese inmediato de este tipo de actos arbitrarios. El juez, hasta la publicación de este artículo, aún no se pronunció.

A partir de ahí, Jachesky se convirtió en el enemigo público número. “Hoy nos toca de cerca ver como la Justicia acciona de manera rápida y eficaz queriendo imputar al comisario local, Juan Manuel Coman, y su personal, personas que se encuentran en la primera línea de batalla luchando contra la delincuencia todos los días”, expresó en un comunicado la comisión directiva de la Cámara de Producción, Industria y Comercio de Quitilipi.

Los empresarios compararon a las razzias con los controles vehiculares (“en estos tiempos de tanta inseguridad, a nadie le debe molestar que las autoridades pidan identificación y documentación de los vehículos”) y solicitaron al defensor “que revea su accionar”.

En sintonía, el Comité Circuito Quitilipi de la UCR mostró su “apoyo y agradecimiento” al comisario Coman y al personal de la Comisaría local “por su buen desempeño ante los innumerables ilícitos que diariamente ocurren en nuestra ciudad”. “El accionar inmediato y eficaz ante el llamado del vecino víctima de un delito hace que como ciudadanos sintamos confianza y protección de nuestra fuerza policial”, valoraron los radicales.

El intendente de Quitilipi, Ariel Lovey, también habló. A través de un video viralizado en redes sociales, Lovey dijo sentirse “molesto” por el hábeas corpus presentado por el defensor Jachesky, al tiempo que respaldó al comisario aventurando que “no cometió ningún delito”.

“La comunidad está mala con el intendente, está mala con el comisario y mala con el gobernador por la falta de Seguridad, y cuando se lleva adelante un operativo nos encontramos con estas cosas, que no sabemos de qué lado se muestra el doctor Matías (Jachesky), si del lado de los delincuentes o del lado de la gente de bien, que quiere vivir en paz con mayor seguridad”, arremetió Lovey.

El apoyo a ciegas hacia el comisario de Quitilipi por parte del jefe de Policía, el intendente, comerciantes y el radicalismo local muestra a las claras que una buena porción de la sociedad y el poder político celebra los abusos policiales cuando están empaquetados y vendidos como “lucha contra la inseguridad”. Y más aún cuando están dirigido hacia los sospechosos de siempre: jóvenes, morochos, de barrio carenciados.

Esteban Rodríguez Alzueta, abogado, investigador y magister en Ciencias Sociales, en su artículo titulado “¿De qué hablamos cuando hablamos de hostigamiento policial?”, publicado en el libro “Yuta. El verdugueo policial desde la perspectiva juvenil” (Malisia, 2020), asegura en este sentido que la policía, con las detenciones arbitrarias, “nunca se equivoca”.

“La policía no actúa azarosamente, siempre detiene a las mismas personas, (…) proveniente de los mismos agrupamientos sociales, raciales, etarios y de género. Estamos ante una violencia altamente selectiva; hablamos, entonces, de rutinas discriminatorias”, afirma.

Explica también que la fuerza policial aplica distintos tipos de violencia, no sólo la física. Al hostigamiento policial y a las detenciones arbitrarias (como las ocurridas en Quitilipi), Rodríguez Alzueta las circunscribe en la “dimensión moral” que afecta directamente a la “dignidad del individuo”. “Hay formas de violencia que no se dejan ver fácilmente, cuyos efectos incluso suelen ser más profundos y de larga duración”, señala.

Este tipo de prácticas tienen el agravante de que están naturalizadas. No sólo por quienes las cometen sino por quienes la sufren. De hecho, la razzia de Quitilipi no fue denunciada por ninguna de las víctimas. Si no fuera por la publicación de esta irregularidad, esta situación hubiera pasado inadvertida, parte del panorama habitual.

“Muchas veces los jóvenes no suelen identificar tampoco al hostigamiento como una forma de violencia. Antes bien suele ser vivida como algo natural, como parte de las reglas del juego que se tienen cuando la vida transcurre en gran parte en el espacio público”, explica Alzueta en su trabajo.

Sospechosismo

Algo está claro. Un policía que detiene al que porta “cara de delincuente” o que está en “actitud sospechosa” no va a generar mayor seguridad ni evita delito alguno. Hablar de lucha contra la delincuencia mediante la aplicación de este tipo de acciones es una falacia absoluta. Y esto está empíricamente comprobado.

En el artículo “Detenciones por Averiguación de Identidad. Argumentos para la Discusión sobre sus Usos y Abusos”, publicado en el cuaderno de trabajo “Detenciones, facultades y prácticas policiales en la Ciudad de Buenos Aires” (CELS, junio 2020), las antropólogas Sofía Tiscornia, Lucía Eilbaum y Vanina Lekerman realizaron un pormenorizado estudio comparativo de las detenciones por averiguación de identidad y su impacto en los hechos delictivos desde mediados de los 90 hasta finales de esa década.

Se constató que el aumento o descenso de la inseguridad en la Ciudad de Buenos Aires no tuvo relación directa con el crecimiento o caída de las detenciones encuadradas en esta figura. “A partir del análisis de los datos propuestos hasta el momento, las detenciones por averiguación de antecedentes parecen tener baja eficacia en la prevención y esclarecimiento de delitos”, indicaron.

Por otra parte, señalaron que es posible sugerir que, más que por el aumento de la “inseguridad”, los descensos o ascensos en la cantidad de detenciones pueden estar vinculadas, en buena medida, tanto al tratamiento del tema en los medios, como a movimientos de presión policial para lograr mayores facultades o mayor presupuesto para el ejercicio de sus funciones.

Y también al hecho de que las detenciones de este tipo, masivas y arbitrarias, son una forma fácil de mostrar una supuesta eficacia del trabajo policial, definido a partir de la cantidad de detenciones efectuadas. Es decir: más presos, mejor policía.

Silencio y complicidad

Hay dos actores políticos principales que deben ser recriminados severamente por sus respectivas actitudes ante la situación dada a conocer en Quitilipi: uno por acción y otro por omisión.

El primero es el jefe de Policía. Más parecido a un abogado defensor que a un funcionario encargado de hacer cumplir la ley, Romero sabe (o debiera saber) que las razzias son prácticas que están en contra de la Constitución nacional y provincial, incumplen los tratados internacionales de Derechos Humanos y contradicen al fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Bulacio, donde se estableció que son “incompatibles con el respeto a los derechos fundamentales”, tales como la presunción de inocencia, la libertad personal ambulatoria y la existencia de orden judicial para detener (salvo en hipótesis de flagrancia).

No es la primera vez que lo hace: en anteriores ocasiones salió a respaldar de manera cerrada y sin titubeos a uniformados acusados de apremios ilegales, torturas y hasta homicidios. Las fotos donde se los ve apoyando a los imputados por la muerte de Leandro Bravo y por los apremios hacia jóvenes Qom de Fontana dan cuenta de ello.

Está a la vista que en Romero hay un exceso de corporativismo policial, que exceden sus atribuciones y que están al borde de la complicidad. ¿Por qué apoyar a subordinados con causas penales en curso? ¿Cuál es la finalidad de inmiscuirse en cuestiones judiciales, más aún del lado de los imputados? ¿Qué pretenden con esto el Jefe de Policía?

El otro actor que aparece en esta historia, pero en ausencia, es el gobernador, Leandro Zdero. Desde que se destapó el escándalo, no dijo absolutamente nada. Ni cuestionando lo hecho ni apoyándolo. Llamativo en él teniendo en cuenta su recurrente respaldo hacia las fuerzas de seguridad y su frecuente postura en favor de la demagogia punitiva. El silencio, digámoslo, también comunica.

En la vereda de enfrente, hay que destacar la rápida intervención de dos organismos: la Defensoría General, que ese mismo día accionó contra este tipo de abusos policiales y el Comité para la Prevención de la Tortura del Chaco, que estuvo presente en Quitilipi para monitorear lo que estaba ocurriendo.

Esto habla a las claras de la importancia de tener instituciones fuertes para el constante control y defensa de los derechos humanos, tan despreciados por el llamado “sentido común” como vitales para una sociedad civilizada.

A pesar de los recurrentes dardos envenenados que le dedican algunos medios de comunicación sensacionalistas y de ultraderecha del Chaco (dirigidos por civiles o por expolicías), lo cierto es que este tipo de organismos son instrumentos indispensables para la vida democrática, más aún en estas horas oscuras de ajuste furioso y crueldad desatada.

 

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