Suele escucharse que la desigualdad es uno de los factores que deberíamos tener presente a la hora de comprender los delitos callejeros y predatorios en la gran ciudad. Una hipótesis que en los últimos años fue matizada por algunos investigadores, para quienes no serían tanto las grandes desigualdades sociales lo que deberíamos mirar sino las pequeñas desigualdades sociales. En otras palabras, el problema no es la rabia sino, sobre todo, la envidia.
Lunes, 29 de mayo de 2023
Por Esteban Rodríguez Alzueta*
En una canción de Intoxicados, Pity Álvarez nos cuenta una escena recurrente y la rodea con estas palabras previsibles y enigmáticas a la vez, que escandalizan y maravillan: “Hola señor kiosquero, vengo en busca de su dinero, ponga las manos arriba y présteme mucha atención: mi familia no tiene trabajo y yo trabajar no quiero, por eso ponga el dinero en esta bolsa por favor”.
Suele escucharse que la desigualdad es uno de los factores que deberíamos tener presente a la hora de comprender los delitos callejeros y predatorios en la gran ciudad. Una hipótesis que en los últimos años fue matizada por algunos investigadores, para quienes no serían tanto las grandes desigualdades sociales lo que deberíamos mirar sino las pequeñas desigualdades sociales. En otras palabras, el problema no es la rabia sino, sobre todo, la envidia.
La rabia y las grandes desigualdades sociales
La incorporación de la desigualdad social fue una tesis importante para complejizar la mirada economicista que se tenía en los ‘90 a la hora de comprender los delitos callejeros que se cargaban a la cuenta de la pobreza o las carencias económicas en general. De hecho, en aquel tiempo, había tres variables que iban juntas: el encarcelamiento, el delito callejero y la desocupación. ¿Por qué hay cada vez más gente encerrada? Porque se cometen más delitos. ¿Por qué aumentan los delitos comunes? Porque aumentó la desocupación. Es decir, las interpretaciones economicistas, en principio, servían para explicar lo que estaba sucediendo en determinados sectores sociales. Digo “en principio” porque se trataba de una interpretación que no ayudaba a comprender lo que estaba pasando en esa misma década en provincias como Chaco, Formosa o Salta, donde no solo la población carcelaria no había aumentado exponencialmente, sino que tampoco el delito guardaba proporción con una desocupación que era, dicho sea de paso, muy mayor, y donde la marginalidad resultaba ser más extrema. De modo que no podía cargarse el delito a la cuenta de las necesidades insatisfechas, porque de ser así, en aquellas provincias deberían haberse cometido más delitos.
Por eso aparecieron algunos criminólogos como Mariano Ciafardini que, haciéndose eco de la nueva criminología anglosajona, empezaron a decir que el problema no era tanto la pobreza sino la desigualdad social, los contrastes sociales abruptos en determinados conglomerados urbanos. Es decir: lo que hay que mirar no son las condiciones objetivas sino las condiciones subjetivas, el problema no es la pobreza sino sobre todo cómo se vive esa pobreza. Son interpretaciones tributarias de las lecturas de Gramsci, Althusser y E.P: Thompson, que no estaban negando la pobreza sino complejizando la mirada sobre el delito, sugiriendo que había que leer la pobreza al lado de la desigualdad social.
Para ponerlo con un ejemplo: si enfrente de mi villa hay un country, si yo vivo en un chaperío de dos por dos y enfrente hay una mansión, si yo me muevo a pata o en bicicleta y el vecino se desplaza en un BMW, es muy probable que experimente mi pobreza como algo injusto, con indignación. Por el contrario, en Chaco, al lado de mi rancho hay otro rancho, y al lado otro y así. Es decir, el problema es la brecha social, la desigualdad en determinados ámbitos urbanos aceleradamente segregados y deteriorados.
Una desigualdad que será tramitada con rabia. Recordemos lo que decía Hannah Arendt: rabia es el sentimiento que tenemos cuando las cosas podrían ser de otra manera y sin embargo no lo son. La rabia es la manera de expresar la indignación que sienten esos sectores, una indignación, dicho sea de paso, que puede asumir dos grandes formas diferentes: la protesta social o el delito callejero.
Ahora bien, esto que sirve para explicar lo que sucedió en los ‘90 y la primera década del este siglo, en torno a la crisis del 2001, ya no sirve para entender lo que está pasando desde hace al menos una década.
La envidia y las pequeñas desigualdades sociales
Hace unos años, François Dubet publico La época de las pasiones tristes, un libro con un subtítulo que sugiere otra pista para entender la expansión de los delitos callejeros y predatorios: De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor. ¿Qué nos dice Dubet? Que se ha transformado el régimen de las desigualdades; que las desigualdades se han multiplicado, diversificado y se individualizan, y que todo ello transforma profundamente las vivencias que tenemos de las desigualdades. En otras palabras: lo que hay que mirar no son las grandes desigualdades sociales sino las pequeñas desigualdades, el problema no son las desigualdades de patrimonio sino las llamadas desigualdades de ingreso.
Me explico: uno no se compara con el que está lejos sino con el que está cerca, no se compara con el que vive enfrente sino con el compañero de banco de la escuela, con el que vive al lado de nuestra casa, con los amigos que se juntan todos los días en la misma esquina. Ya no se miran las desigualdades sociales desde el punto de vista de la clase (una clase encuadrada en un sindicato o partido) sino desde el punto de vista de los individuos, ya no se mira la vida con conciencia de clase (intereses comunes) sino con las frustraciones personales (intereses individuales).
El sociólogo argentino Gabriel Kessler publicó en 2014 un artículo muy interesante que se llama “Ilegalismos en tres tiempos”, donde revisaba algunas de las tesis formuladas en su libro de 2004, Sociología del delito amateur, y nos advertía que debíamos empezar a mirar el auge del consumismo, las contradicciones que generaba el “consumo para todos”: porque el consumo no genera conciencia social sino más ganas de seguir consumiendo. El consumo puso a los jóvenes cercanos entre sí a compararse constantemente, y eso puede generar envidia, resentimiento, y puede empujar a los jóvenes hacia experiencias violentas. Por eso se preguntaba Kessler: ¿cuánto del delito amateur hoy día está vinculado a la envidia? Es decir, la envidia o el placer vinculado al consumo, la renovación de la promesa del consumo, está reconfigurando la privación relativa.
Trabajo o consumo
El mercado ha reemplazado el lugar que tuvo el Estado alguna vez, la vida se fue mercantilizando. Con el desmantelamiento del Estado Social ese lugar fue ocupándolo paulatinamente el mercado y un aparato publicitario capaz de encantar a cualquier mercancía. Como escribieron Ignacio Lewkowicz (Pensar sin estado), Silvia Duschatzky y Cristina Corea (Chicos en banda): hoy día el mercado constituye la meta-institución dadora de sentido y forjadora de lazo social. El mercado es un fenómeno social y moral a la vez. Las mercancías son capaces de crear comunidad (lazos sociales), pero también aportar identidad (pertenencia social). En el centro de la comunidad ya no se encuentra la escuela, la industria y sus sindicatos, es decir, ya no está la cultura del trabajo. El trabajo –agrega Richard Sennett– se ha ido corroyendo, no es la experiencia que nos permite proyectarnos, que abre un horizonte de vivencias mejores.
Hay muchos jóvenes que nunca vieron a sus padres y abuelos o a los padres y abuelos de sus amigos, trabajar, es decir, con un empleo estable que les permita proyectarse. La desocupación y el trabajo precario son experiencias crónicas. Más aún, para muchos jóvenes el trabajo es una experiencia llena de frustración y broncas. Crecieron viendo a sus padres que no dan pie con bola, que se la pasan changueando y van para atrás, los ven cada vez más agobiados y cansados, que el trabajo es fuente constante de peleas interminables al interior de la familia.
Hablamos, además, de jóvenes que pendulan entre la desocupación, la ayuda social y el trabajo precario, es decir, entre el ocio forzado y la sobreocupación. Jóvenes que encuentran en la experiencia del consumo la oportunidad que ya no encuentran en el mundo del trabajo, de agregarle una cuota de felicidad y distracción a sus vidas estalladas. Y eso no significa que no busquen trabajo, pero el trabajo ya no es algo que los identifica, no es una experiencia alrededor de la cual organizar un proyecto vital.
Como dijo Paul Willis, lo que estructura y encuadra la vida de estos jóvenes no es el trabajo sino el consumo. Jóvenes que no se sienten “trabajadores” pero se sienten consumidores. Dice Willis: “Aunque ahora son desocupados y pobres, no se ven a ellos mismos como trabajadores votando por un partido de trabajadores, sino como consumidores votando a los conservadores”.
No hay que perder de vista que en el centro de esta sociedad neoliberal están las mercancías, con su capacidad de transformar la vida en otra cosa, de dotarla de energía moral y aportar dosis efímeras de felicidad, pero felicidad al fin. Las mercancías son cosas deseadas, fantaseadas, son objetos morales. Las mercancías son una suerte de “cajita feliz”, llena de promesas, cosas divinas, que pueden alegrarnos el día y hacernos olvidar montones de cosas, al menos mientras dure el derroche.
Entonces su identidad se sitúa en el centro de la cultura del consumo, un consumo que se organiza alrededor de otras dos ideas complementarias: el rechazo al trabajo (el desencantamiento del mundo del trabajo) y la fetichización del ocio y el gasto inútil (encantamiento del mundo del ocio).
Lo voy a decir con otro ejemplo: si estos jóvenes viven a la escuela como una experiencia violenta será porque le habla de un mundo que no es el que les toca, que no tiene ganas de entenderlos. Cuando mi maestra me desaprobaba, me decía “esforzate que vas a llegar”. Era una lección que podía chequear en mi casa, yo veía a mi padre y mi madre esforzarse, y veía que esos esfuerzos eran recompensados, que con el tiempo empezábamos a irnos de vacaciones a Mar del Plata, que nos empilchábamos mejor. Pero hoy estos jóvenes ven que sus padres van para atrás. Entonces, cuando un maestro les dice a estos jóvenes “esforzate que vas a llegar” es una lección que no pueden corroborar en su trayectoria familiar, y se sienten ofendidos, ven que la escuela los está dejando solos, porque les está hablando de un mundo que para ellos no existe. Para decirlo otra vez con Willis: “El Estado se está convirtiendo en enemigo, no en amigo, porque no está respondiendo a las cuestiones que todos los jóvenes viven o experimentan”.
Pero cuidado, el rechazo al trabajo no es patrimonio de estos jóvenes: también las elites y las clases medias rechazan cada vez más el mundo vinculado al trabajo para valorizar cada vez más la cultura del ocio, la aventura o la diversión. Vaya por caso el auge de la industria del turismo y el espectáculo (viajes por el mundo, mundo Netflix; las escapadas durante el fin de semana largo, recitales y festivales o mundo Lollapalooza). Solo que, en aquellos jóvenes, el rechazo al trabajo se tramita de otra manera, con otras prácticas, otros rituales.
Quiero decir: estos grupos juveniles son “subculturales” no por tener otros valores sino por tener diferentes rituales, por tramitar los valores con prácticas enmarcadas en otros rituales. No está de más tampoco recordar que el consumo nunca es pasivo, que los jóvenes no son un maniquí que se viste con la moda de turno. El consumo es un campo de batalla por definir la cultura. Las subculturas juveniles son la expresión de esas disputas siempre abiertas, que siempre se pueden dar. Tener una relación con las cosas significa soñar con ellas, cambiar las relaciones sociales. Las relaciones sociales nunca están desnudas, siempre están mediadas por cosas encantadas, de modo que vestir de determinada manera, usar una visera o determinadas zapatillas modifica las relaciones.
Ya sabemos que la mercancía no se define por su utilidad sino por lo que representa en el universo donde se mueven los pibes, por las promesas que nos hacen. La mercancía es una promesa de felicidad instantánea, puro presente, a la altura del mundo efímero donde vive el joven sin futuro. A diferencia de la política y la religión, que desplaza la felicidad para tiempos mejores, que promete la felicidad hacia el futuro, las mercancías le prometen la felicidad aquí y ahora. Sobre estos temas recomiendo los trabajos de Ariel Wilkis (Las sospechas del dinero, oral y economía en la vida popular) y Pablo Figueiro (Lógicas sociales del consumo, el gasto improductivo en un asentamiento bonaerense).
Un trampolín a la felicidad
Ahora bien, para acceder al consumo se necesita dinero. Y ese dinero, si no lo provee la familia ni la ayuda social, en algunos casos se lo pueden proporcionar los propios pibes derivando hacia el delito. Como dijo el Indio Solari: “Si Nike es la cultura, Nike es mi cultura hoy”. Es decir, si mamá y papá no me pueden comprar esas zapatillas porque la economía familiar se ha desfondado, entonces empezá a correr porque yo también quiero existir. Digo, el delito empieza a ser una opción posible dentro del campo de experiencias de estos jóvenes.
Para decirlo con las palabras de otro sociólogo argentino, Sergio Tonkonoff, en un maravilloso artículo que se llama “Tres movimientos para explicar por qué los pibes chorros visten ropa deportiva”: si los mal llamados pibes chorros cambian el botín por plata, y con la plata se compran ropa deportiva cara, eso quiere decir que los mal llamados “pibes chorros” son más pibes que chorros, es decir, que en el delito no hay política o contracultura, sino sobreidentificación con los valores culturales promovidos por el mercado, con los cuales se identifican. De modo que estos jóvenes puede que estén excluidos o marginados económicamente hablando, pero se sienten culturalmente incluidos.
Cuando el mercado presiona para que los jóvenes asocien sus estilos de vida a determinadas pautas de consumo y estos jóvenes encuentran además en el consumo de objetos encantados la fuente de felicidad terrenal, entonces el delito será una vía de acceso rápido.
Eso no me arregla a mí
Cuando el mundo del trabajo se ha desdibujado y los jóvenes ya no creen en la cultura del trabajo, cuando el trabajo es una experiencia penosa, pretender interpelar a los jóvenes con un plan Trabajar, reclamarles sacrificio en el presente en función de un supuesto bienestar futuro es una consigna muy poco atractiva.
Por eso otra pregunta con la que nos vamos a medir en la próxima década es cómo competir con el consumo, cómo evitar que los jóvenes deriven hacia el delito para alcanzar la felicidad asociada al mundo del consumo. Reclamarles que lleven una vida austera es, por lo menos, una broma pesada.
Para decirlo de manera tajante: el trabajo ya no dignifica. Para estos jóvenes el trabajo no es fuente de felicidad sino de angustias y frustraciones. Ofrecer trabajo, pretender convertir los planes sociales en un trabajo digno, cuando el trabajo no se encuentra en su radar, es una manera de seguir lejos de estos jóvenes.
Como había dicho el Indio Solari en Todo un palo, una canción ricotera escrita hace más de 30 años: “Están llamando a un gato con silbidos”, es decir, están interpelando a los jóvenes con las consignas equivocadas. Si vemos el mundo de los jóvenes con sus ojos, sus vivencias, nos daremos cuenta de que “eso no me arregla a mí”, que el trabajo no les convence, no les conmueve, no atrae, no aporta cartel, no prestigia. Al contrario, agrega nuevas dificultades toda vez que los trabajos que suelen ofrecérseles son “para vagos”, para gente que “no les da la cabeza”, que los re-estigmatiza. El trabajo, entonces, es un garrón; a juzgar por las experiencias propias o familiares, el trabajo es fuente de zozobra y fracasos constantes. Por eso asegurarles que las cosas podrían ponerse más fuleras, más difíciles, que “podría ser peor”, no los arreglará. El futuro llegó hace rato y es todo un palo.
* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Profesor de sociología del delito en la Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
Publicado en El Cohete a la Luna