Dos meses antes de que la dictadura asesine a su hermana, Pablo Martinelli recibía una ráfaga de balas disparadas por un grupo de policías y militares en medio de una emboscada. Su certificado de defunción decía que falleció el 7 de noviembre de 1976, en Resistencia, en un “accidente”. Hoy, los únicos imputados por este crimen de lesa humanidad están muertos y es por eso que sus hermanos y su pareja de ese entonces pidieron a la Justicia Federal la realización de un Juicio por la Verdad. Historia de una familia diezmada por el terrorismo de Estado.
Martes, 28 de marzo de 2023
Por Bruno Martínez
El 9 de noviembre de 1976, a las dos de la mañana, un militar tocó el timbre. Su apellido era Cabrera y trabajaba para la SIDE, el organismo de inteligencia del Estado.
La casa en cuestión era de la familia Martinelli, en Paso de los Libres. Pedro Martinelli y Emilia Aquino eran docentes y tenían cincos hijos: Pablo, Luis, Leonardo, Susana y Nora. Susana era la mayor, vivía en Mar del Plata y estaba desaparecida desde hacía tres meses tras ser secuestrada por un grupo de tareas.
―Mire Don Martinelli, tengo orden de allanar. Pero no lo voy a hacer porque yo sé quién es usted. Sólo muéstreme la casa― dijo Cabrera ni bien la puerta se abrió.
Pedro mostró el living, un dormitorio, otro.
―También tengo en el fondo una pieza y un baño― aclaró Pedro.
―¿Me los puede mostrar?
Hicieron algunos pasos y cuando Pedro estaba por abrir la puerta de la pieza del fondo, el militar lo frenó en seco.
―Mire, Martinelli, yo lo único que quería era alejarlo de su esposa. Le vengo a decir que su hijo murió en un enfrentamiento. Van a mandar el cuerpo, pero con la condición de que lo reciba con el certificado de defunción que dice que fue un accidente. En esas condiciones se lo mandan. Usted ¿así lo quiere? Porque si no, no se lo van a mandar.
El cadáver de Pablo Martinelli llegó al día siguiente al Grupo de Artillería de Monte III. Lo enviaron desde Resistencia en un cajón que era demasiado chico para él. Tenía las piernas semiflexionadas, la cabeza muy hacia atrás, los ojos y boca abiertos, como en un grito. Llevaba puesta una camisa clara, totalmente ensangrentada, y siete impactos de bala, uno de ellos en el pómulo izquierdo.
Lo velaron en la casa de sus padres. El lugar estaba repleto: llegaron colegas de Pedro y Emilia, sus alumnos y también amigos, familiares y conocidos. Luis y Nora, hermanos de Pablo que estudiaban en Santa Fe, llegaron con el alba para despedirlo. Leonardo, el más chico, era todavía un nene de ocho años.
Tiempo después, la familia se enteró que, en la esquina de la casa, mientras velaban a Pablo, había agentes de la SIDE que monitoreaban los movimientos y, sobre todo, individualizaban a quienes asistían.
Para muchos, concurrir al velorio tuvo consecuencias. Solamente por haber estado ahí, algunos de los asistentes perdieron sus trabajos. Uno de ellos fue el director del colegio Normal, al que asistió Pablo y del cual Pedro, su papá, era profesor.
Al decidir su cesantía, los superiores del director le recriminaron el hecho de haber enviado a una delegación de alumnos al “velatorio de un subversivo”. Su respuesta fue que él envió una delegación de alumnos a despedir al hijo muerto de un colega.
Un mes más tarde, Emilia envió una carta al Jefe del Área Militar 233 con asiento en Resistencia, el teniente coronel, Jorge Larrateguy. Larrateguy tenía mucho peso: era uno de los capitostes de la dictadura en la zona del nordeste argentino y sería meses más tarde uno de los principales responsables de la organización y ejecución de la Masacre de Margarita Belén.
En esa misiva, Emilia le pidió que haga todo lo posible para recuperar algunos objetos personales que Pablo siempre cargaba consigo: una cadenita con una cruz de oro, un reloj y un anillo. Ella conocía a Larrateguy porque, unos años antes, cuando éste aún se desempeñaba como jefe militar en Paso de los Libres, uno de sus hijos tomaba clases de inglés con ella.
En la carta, agradecía el hecho de haberle entregado el cuerpo de Pablo, aseguraba que no sentía ninguna clase de odio hacia sus asesinos y también decía lo siguiente:
Estimado Larrateguy, diga a esos hombres que lo mataron que les deseo de todo corazón que nunca pasen el dolor por el que nosotros pasamos ahora, pero ya que le arrebataron la vida a mi hijo le ruego que no arrebaten también esos queridísimos recuerdos.
Al poco tiempo, Larrateguy regresó a Paso de los Libres. Mandó a llamar a Pedro y Emilia a la casa del escribano “Cholo” Garrido y les entregó la cadenita, la cruz y el reloj. El anillo, aclaró, no fue encontrado. “Cosas que pasan en los operativos”, minimizó.
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Pablo Martinelli nació el 22 de octubre de 1954 en Castelar, provincia de Buenos Aires. Fue cuando su padre aún formaba parte del Ejército. Al poco tiempo, y de manera forzosa, los Martinelli tuvieron que instalarse en Paso de los Libres debido a que su papá recibió la orden de traslado hacia esa localidad fronteriza. Fue una forma de castigo.
Hay dos versiones del motivo: la de su hijo Luis, que dice que su papá, quien era profesor de gimnasia y esgrima, reprobó a un cadete que tenía parentesco con un jefe militar. La otra es la de Nora, que dice que en realidad él siempre estaba al frente de los reclamos por mejora salarial para los soldados, algo que molestaba.
―En Paso de los Libres tuvimos una infancia hermosa, de grandes patios, de grandes parques, de casas una al lado de la otra. Con mascotas, con perros enormes. Éramos una familia común― recuerda Nora.
―Teníamos todas las ventajas de las familias numerosas. Pasábamos jugando entre todos, nos peleábamos también, como todo chico. Recuerdo que mis viejos laburaban como locos. Después me di cuenta que tenían que hacerlo porque éramos muchos― cuenta Luis.
Pablo cursó la primaria en la escuela Normal y luego, entusiasmado, junto a otros cuatro amigos más, tomó la decisión de hacer el secundario en el Liceo Militar “General Belgrano”, en la ciudad de Santa Fe. Sus padres intentaron disuadirlo porque sabían que no le iba a gustar. Pero la decisión ya estaba tomada.
―Cuando terminó tercer año, vino a casa y ahí dijo ‘no vuelvo más’. A él no le gustaba el régimen militar del Liceo. Pablo tenía una personalidad muy marcada, muy temperamental y vehemente― dice Nora.
Terminó el resto de la secundaria en la Escuela Normal Superior “Valentín Virasoro”, de Paso de los Libres, en la modalidad de Bachiller Agrónomo. Al finalizar la secundaria, surgió la idea de estudiar veterinaria. Se trasladó a la ciudad de Corrientes para hacer la carrera en la Universidad Nacional del Nordeste. Allí también comenzó su militancia política. Militó en el Centro de Estudiantes de su Facultad, en la Juventud Universitaria Peronista y luego se incorporó a la agrupación “Montoneros”. Entre otras causas, luchaba para que no se cerrara el Comedor Universitario.
El contexto de la militancia de Pablo estaba marcado por tiempos muy convulsionados. Dieciocho años de proscripción peronista, las organizaciones guerrilleras, el regreso de Perón, la Masacre de Ezeiza, la muerte del General, el interinato de Isabel Martínez y la triple A. La juventud se sentía protagonista de los cambios que se venían.
Y luego sucedió el Golpe de Estado cívico militar de 1976, el más brutal de la historia moderna argentina. A mediados de ese año, mientras Pablo estaba en los últimos años de la carrera, un grupo de tareas secuestraba en Mar del Plata a Susana Martinelli, su hermana. Fue el 5 de agosto de 1976 cuando salía de un taller textil donde se refugiaba, que posteriormente fue saqueado por sus mismos secuestradores. Su beba, Mariana, de tan sólo cinco meses, fue arrancada de sus brazos y dejada en una tintorería de la esquina, con un pequeño bolso y su DNI. Ese mismo día, pero en el hall de la municipalidad de Mar del Plata, también secuestraron a su marido, Carlos “Calu” Oliva.
Susana trabajaba como docente en la escuela Municipal Nº 2 y Carlos era bibliotecario en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Ella estudiaba Psicología; él, Economía. Ambos militaban en el peronismo de base haciendo trabajo social en los barrios más carenciados de la zona. Estaban ocultos desde el inicio de la dictadura.
Ante la nula información respecto del paradero de Susana (sólo se sabía que estaba “a disposición del Poder Ejecutivo”), Pablo comenzó a averiguar por su cuenta. En una oportunidad, a través de sus compañeros de militancia, logró obtener un dato bastante certero: Susana estaba con vida. De inmediato escribió a sus padres acercándole esta información que incluyó en una carta de manera solapada, teniendo en cuenta que cualquier correspondencia podría ser interceptada. “Tengo buenas noticias”, decía al final de la misiva. Un código que sus papás entendieron de inmediato.
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La reunión estaba pautada para el mediodía, en la zona del macrocentro de Resistencia. Era el 7 de noviembre de 1976. Un domingo. Cuando llegó al lugar, en calle Santiago del Estero, entre Cangallo y Echeverría, Pablo no encontró a su compañero de militancia con el que esperaba reunirse. No había nadie. De repente, de la nada, apareció un operativo de fuerzas conjuntas que buscaba detenerlo. Fue una cita cantada, una emboscada.
De acuerdo al Memorándum 280/76, firmado por el Director de Investigaciones de la Policía del Chaco, Carlos Alcides Thomas, un “detenido subversivo” fue quien les indicó la hora y el lugar de la reunión y también fue quien señaló a Pablo cuando llegó. Esa delación, claro está, fue arrancada en la sala de torturas.
Cuando Pablo se dio cuenta de lo que ocurría, intentó escapar. Corrió una, dos cuadras, hasta que las balas lo alcanzaron. Murió en la calle. Tenía 22 años.
El acta de defunción firmada por el agente de policía, Fermín Montiel, y por el médico policial, Héctor Orlando Grillo, indica que falleció producto de un “accidente”.
Denominado por el escritor y exdetenido político, Miguel Molfino, como “nuestro Doctor Menguele”, Grillo tenía un rol primordial en el accionar del Terrorismo de Estado en el Chaco. No sólo fraguaba las actas de defunción de los presos políticos que eran asesinados, sino que también evaluaba el grado de tolerancia de los detenidos para evitar que murieran durante las sesiones de tortura en la Brigada de Investigaciones.
Por otra parte, en el acta de Thomas, se asegura que Pablo “intercambió disparos” con los policías y militares, algo totalmente inverosímil por dos razones fundamentales. En primer lugar, nunca nadie vio a Pablo manipulando armas de fuego en toda su vida: ni sus padres, ni sus amigos, ni siquiera sus compañeros de la facultad. Además, en el expediente judicial, la abogada del fuero local, Laura Tissembaum, aportó un testimonio clave que confirma el estado de indefensión que tenía Pablo en ese momento.
Testigo presencial de lo ocurrido, Tissembaum recordó que en cercanías a la calle Cangallo, en intersección con Santiago del Estero, escuchó unas explosiones que parecían disparos. Dijo que en ese momento vio a un joven corriendo en zigzag, que no se defendía y que sólo intentaba escapar de dos o más personas que estaban de civil quienes le disparaban a mansalva y lo perseguían. Hasta que Pablo se perdió en un terreno baldío. Y no escuchó nada más.
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A menos de dos meses del crimen de Pablo, su familia tuvo noticias de Susana. Eran las peores. Los medios de la época informaron que resultó “abatida” por el Ejército en un “enfrentamiento”. En tanto que, según el informe oficial, su marido, Carlos Oliva, logró huir.
Lo cierto es que no hubo enfrentamiento, ni militares repeliendo ataques de “elementos subversivos” ni tampoco Carlos logró escapar. Tanto él como Susana fueron asesinados a sangre fría, tras sufrir los peores tormentos.
Luego de sus secuestros en agosto de 1976, Susana y Carlos permanecieron en cautiverio en la Base Naval Mar del Plata hasta ser trasladados, en septiembre de ese mismo año, al centro clandestino de detención conocido como “Baterías”, en el sur bonaerense. En los últimos días de diciembre fueron retirados de ese centro de detención y luego fusilados el 31 de diciembre de 1976 en Bahía Blanca. El cuerpo de Susana apareció en las cercanías de esa ciudad. El de Carlos continúa desaparecido. Ella tenía 23 años; él, 22.
Susana fue enterrada en el cementerio de la Santa Cruz de Paso de los Libres junto a la tumba de Pablo, su hermano.
―Después de eso nunca fuimos los mismos― reconoce Luis―. No sé cómo sobrevivieron mis padres, como no les falló el corazón. Cuando se muere un hijo te duele hasta respirar. Y después nosotros, los hermanos, los extrañábamos a rabiar. Y para la época en particular, en el contexto en el cual se vivía, ellos eran la ‘peor gente del mundo’. A nosotros nunca nos hicieron una discriminación social, pero yo nunca más pude volver a ver televisión por las pavadas que decían. Me llevó 30 años volver a encender un televisor.
―¿Cómo seguimos? Nosotros tuvimos que aprender a conocernos nuevamente en la familia― aporta Nora―. Los jóvenes seguimos porque éramos jóvenes, pero yo me pregunto cómo siguieron mi papá y mi mamá. Papá y mamá tenían una fortaleza, una presencia de ánimo. Mi hermano más chico, Leonardo, tenía ocho años y había llegado mi sobrina, Mariana, con cinco meses. Y entonces mamá siempre decía: ‘Bueno, hay que armar el arbolito porque acá hay dos niños en la casa’. No sé cómo hacían. No sé cómo hicimos. Lamentablemente no fuimos los únicos porque fueron muchas las familias diezmadas como nosotros y que detrás de cada desaparecido, asesinado, hay padres, madres, hermanos, primos, abuelos. La dictadura nos avasalló.
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¿Qué sucede cuando los criminales de la dictadura mueren impunes? ¿Qué ocurre en el interior de las familias de las víctimas que se quedaron no sólo con la necesidad de una sentencia sino con el vacío de no poder acceder a una verdad institucional reparatoria? ¿Qué se hace?
En los años noventa, todavía con las leyes de impunidad vigentes que otorgaban un paraguas protector a los represores (que aún caminaban por las calles como si nada), desde las organizaciones de DDHH se impulsaron los denominados Juicios por la Verdad. Estos consistían en emitir declaraciones desde los estrados judiciales, evaluando pruebas y testimonios, como en un juicio regular, aunque sin condenas. En ese momento era una forma de mantener viva la lucha por la Memoria, Verdad y Justicia y también una necesidad de las familias de las víctimas de recibir algún tipo de reconocimiento estatal de lo ocurrido.
En el inicio de los 2000, el gobierno de Néstor Kirchner tomó a la defensa de los Derechos Humanos como bandera de su gestión e impulsó la derogación de las leyes de Obediencia Debida, Punto Final y los indultos, lo que reactivó los juicios.
Sin embargo, la impunidad biológica ayudó a escapar a muchos de ellos de la cárcel. En el Chaco, están los casos emblemáticos del tristemente célebre fiscal federal, Carlos Flores Leyes; del jefe del Destacamento 124 de Inteligencia del Ejército, Armando Hornos y del espía de la SIDE, Alberto Valussi. A esta lista se le suman los únicos dos imputados por el crimen de Pablo Martinelli: el médico Grillo y el policía Montiel. Ambos fallecidos el 30 de diciembre, aunque de años distintos: el primero en 2013 y el segundo en 2021.
Ante esto, los hermanos de Pablo, Nora, Luis y Leonardo, y quien en ese entonces era su pareja, Lilian Lossada (también detenida de manera ilegal durante la dictadura) solicitaron a la Justicia Federal de Resistencia el dictado de una declaración judicial que describa con claridad las circunstancias de este crimen, el cual había comenzado a investigarse en 2012 a través de la Fiscalía Federal de Resistencia, investigación que incluyó la intervención del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF).
La Jueza Federal, Zunilda Niremperger, hizo lugar a esta solicitud, algo que ya había aceptado meses antes en lo que fue el juicio por la Verdad por la Masacre de Napalpí, la matanza indígena perpetrada por el Estado en el Chaco en 1924. En esa oportunidad tampoco había imputados con vida.
La sentencia se leyó el 22 de marzo de 2023, a las 11. Vía Google Meet participaron de esa audiencia virtual desde el salón de audiencias del Juzgado Federal de Paso de los Libres los hermanos de Pablo, amigos y allegados. Estuvo además de forma remota Lilian Lossada y la sobrina de Pablo, Mariana, aquella beba de cinco meses que fue arrancada de los brazos de su mamá en Mar del Plata.
Desde Resistencia, estuvieron presentes en la audiencia el fiscal federal ad hoc de Derechos humanos, Diego Vigay y la jueza Niremperger, quien leyó la parte resolutiva del fallo, mientras que Sebastián Kapeica, secretario Penal 3, hizo lo propio con los fundamentos:
Este proceso se originó a partir de una investigación preliminar iniciada por el Ministerio Público Fiscal, quien luego de reunir diferentes elementos probatorios (entre otros, el testimonio de vecinos y familiares, documentación), presentó requerimiento formal de instrucción dirigido contra Héctor Orlando Grillo y Fermín Montiel por la presunta comisión de los delitos de Homicidio Calificado por el número de partícipes, encubrimiento por infracción de deber de denunciar delitos y falsedad ideológica de instrumento público, que habría tenido como víctima a Pablo Alberto Martinelli.
Sin embargo, luego de realizadas las diligencias solicitadas por el Ministerio Público Fiscal en los respectivos requerimientos de instrucción, se corroboró el deceso de los imputados. (…)
A raíz de ello y ante la imposibilidad de avanzar con el proceso penal contra los mismos y con la identificación de otros responsables, la Fiscalía Federal requirió a ésta magistrada el dictado de un pronunciamiento judicial expreso respecto de la reconstrucción de la verdad de los hechos en perjuicio de Pablo Martinelli, fundado en el derecho a la verdad que asiste a la víctima, como medida de reparación para éstas y la sociedad, como así para proveer a la memoria colectiva sobre lo acontecido.
A su vez, los familiares de Pablo Martinelli solicitaron como víctimas de un crimen de Lesa Humanidad el dictado de una sentencia que reconstruya, de acuerdo a toda la evidencia, la verdad de los hechos, a fin de llegar a una reparación y garantizar el Derecho a la Verdad. (…)
Teniendo presente el requerimiento del dictado de un pronunciamiento orientado a la reconstrucción de los hechos que derivaron en la muerte de Pablo Martinelli realizado por el Ministerio Público Fiscal, acompañado por sus familiares, considero que la primacía del derecho de sus familiares a la determinación de lo ocurrido en base a las pruebas producidas justifica suficientemente la realización del acto procesal pretendido. Ello, claro está, con las propias limitaciones de un pronunciamiento que no posee pretensiones punitivas, ni sus pruebas han pasado por el prisma del contradictorio.
Establecer acabadamente las circunstancias de modo, tiempo y lugar en que ocurrió la muerte de Pablo Martinelli representa una auténtica necesidad de sus familiares para transitar la reconstrucción de parte de su historia, quienes embanderan el derecho a saber la verdad sobre lo ocurrido y quiénes son sus responsables. (…)
En virtud de lo expuesto y luego de examinar la prueba detallada, su señoría resuelve declarar como hecho probado que el día 7 de noviembre de 1976 a las 12 horas en el centro de la ciudad de Resistencia – Chaco, en la calle Santiago del Estero entre las calles Cangallo y Echeverría, Pablo Alberto Martinelli fue emboscado por personal Policial e integrantes del Ejército Argentino en oportunidad de realizarse un operativo de fuerzas conjuntas en el marco del plan sistemático del terrorismo de Estado.
Advertido del engaño, Pablo Martinelli intentó escapar y fue perseguido por algo más de dos cuadras por personal policial quienes ejecutaron disparos de armas de fuego en su contra, siendo finalmente asesinado por parte de personal del ejército y de la policía del Chaco, como consecuencia del impacto de al menos dos disparos, uno de ellos en el cráneo.
Además, que para encubrir el hecho, funcionarios policiales y médicos certificaron que Martinelli había fallecido como consecuencia de un ‘accidente’ y condicionaron a sus familiares a aceptar que se consigne dicha circunstancia a cambio de la entrega del cuerpo.
Tras finalizar la lectura y luego de confirmar que también se rectificará el acta de defunción de Pablo, Niremperger preguntó si alguno de los familiares quería decir algo más.
En ese momento, en esos pocos segundos, se formó un silencio espeso. Parecía que a esa familia la golpeó una ola enorme de recuerdos, angustia y dolor por lo irreversible, pero también de cierto alivio: una cuenta pendiente que era saldada gracias a este pequeño, incompleto y simbólico, pero también reparador acto de justicia.
Los hermanos quedaron mudos, con lágrimas en los ojos. La única que tomó fuerzas para hablar fue Nora.
―Doctora, muchísimas gracias― alcanzó a decir con la voz temblorosa dirigiéndose a la jueza.
Quien sí pudo articular algunas palabras más fue Mariana.
―A pesar de que no se pudo castigar a los culpables, que esto se haga público es reparador para todos. Son un poco lentos los procesos, quizás demasiado. Creo que mis abuelos, los padres de Pablo, si bien no están acá, saben que esto está pasando y de algún modo repara con la verdad los asesinatos que se han cometido injustamente― cerró hasta que la garganta se le hizo un nudo.
***
Una certeza y una duda.
El médico Grillo y el agente Montiel fueron quienes firmaron el acta de defunción apócrifa de Pablo. Pero, ¿quiénes fueron los policías y militares que lo fusilaron en la calle? ¿Hay pistas sobre los nombres que integraron aquel grupo de tareas?
El fiscal, Diego Vigay, dice que aún no. “Más allá de que uno especula quienes pudieron haber sido, falta documentación y algún otro tipo de prueba, algo que sí hubo en casos como la Masacre de Margarita Belén o el homicidio de (el dirigente de Ligas Agrarias, Raúl) Gómez Estigarribia”, contó a LITIGIO.
De todos modos, aclaró que, con este Juicio por la Verdad dedicado al caso Martinelli, con esta declaración judicial de los hechos, la investigación no se cierra.
No descarta que en el futuro pudiera aparecer algún dato, alguna confesión, algún documento, que ayude a determinar con nombre y apellido, quienes integraron aquel escuadrón de la muerte.
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