“A las armas no las carga el diablo, sino la falta de seguridad y justicia”, sostiene el abogado, docente e investigador, Esteban Rodríguez Alzueta en esta columna de opinión.
Miércoles, 28 de diciembre de 2022
Por Esteban Rodríguez Alzueta*
El retorno de la venganza privada
A las armas no las carga el diablo, sino la falta de seguridad y justicia. Hasta hace poco, la gente resolvía sus problemas a través de un rodeo que reclamaba paciencia, que llevaba tiempo y, a veces, mucho tiempo: el tiempo que necesitan los tribunales para tramitar y resolver los conflictos. Sin embargo, en los últimos años, los conflictos empezaron a escalar hacia los extremos. Cuando la gente se siente descuidada por las policías y los operadores judiciales miran hacia otro lado, ensaya otras formas para agregarle seguridad a su cotidiano y reponer los umbrales de tolerancia en el barrio. Cuando la gente o importantes sectores sociales no pueden acceder a la Justicia, la violencia puede volverse mimética: “La violencia genera violencia”. No es casual que en los últimos años hayamos asistido a la expansión de formas de acción colectiva o individual punitivas y violentas como los escraches, los linchamientos o tentativas de linchamientos, las quemas o destrozos intencionados de vivienda, los casos de justicia por mano propia, las quemas de patrulleros o intentos de tomas de comisarías.
De modo que hay que leer la circulación de las violencias altamente lesivas al lado de las protestas sociales punitivas violentas. Detrás de las venganzas privadas, está la crisis de justicia y la desconfianza policial.
Entre el odio y la estupidez
A las armas no las carga el diablo, sino la desigualdad social. Las grandes, pero también pequeñas desigualdades sociales. Es decir, las carga la envidia, las comparaciones constantes que ha generado el consumismo, los resentimientos, la ira y el odio. Detrás de la violencia están las emociones. Hay una violencia antes de la violencia hecha de pasiones tristes y también de mucha estupidez.
Cuando digo “pasiones tristes” estoy pensando en la necesidad de aplazar el odio en el tiempo, guardarlo en bancos de odio que van a ser estoqueados con los machismos, las homofobias, racismos y xenofobias, con la aporofobia y los antiperonismos.
Sentimientos que estarán a disposición para luego ser movilizados para hacer justicia por mano propia o practicar linchamientos. No es casual que en los últimos años hayamos asistido a un aumento de estos eventos que rápidamente empiezan a circular por las redes sociales a modo de amenaza, para reforzar la difamación que pesa sobre determinados individuos. Se sabe, no hay agresión sin degradación moral; para matar o herir a una persona sin culpa hay que devaluar previamente su identidad hasta transformarlo en un extraño, un enemigo público. He aquí otro círculo vicioso que continúa enrareciendo la escena contemporánea.
En cambio, cuando hablo de “estupidez” estoy haciendo referencia a la banalidad, la violencia que va madurando en experiencias lúdicas que vamos naturalizando mientras las rodeamos de sonrisas, euforia y falta de reflexión. En efecto, la estupidez está vinculada a la comodidad de los padres de no acompañar los juegos de sus hijos con otras conversaciones, sobre todo cuando los muertos que van acumulando suman puntos y lo transforman en un ganador, una persona invencible.
Pero también, a la ostentación que hacen los adultos de las armas que portan. En los últimos años se ha puesto de moda un juego de adultos que tiene lugar en un predio que simula ser un campo de entrenamiento para fuerzas de elite, que imita cualquier campo de batalla. Los equipos se enfrentan con armas de juguete que disparan pinturitas de colores, pero se sienten de verdad. No son soldados, sino mercenarios jugando una guerra privada. Porque el juego se alimenta de las fantasías acumuladas viendo cine. No habrá efectos especiales, aunque se escucharán muchos gritos de emoción. Sentimientos que se averiguan en las poses de Rambo de sus portadores, en la adrenalina que corre por el cuerpo de estos machos que se muestran actuando personajes que están a la altura del imaginario donde fueron formateados. La misma adrenalina que deben sentir sus hijos cuando se la pasan horas sentados frente a la Play.
Estos juegos no son inocentes, van habituando a la sociedad a formas de violencia, neutralizando la capacidad de asombro, normalizando maneras de derivar hacia las violencias para tramitar conflictos.
Ostentación de las armas
Se tiene dicho que “no hay seguridad sin armas”. El problema no solo son las armas, sino la ostentación de las armas, la cultura armamentista. Los policías ostentan armas en los operativos callejeros, cuando patean las calles céntricas de la ciudad, en los puntos de control vehicular y cuando patrullan en binomios las villas, asentamientos o monoblocks de la gran ciudad. La tecnología tiende a militarizar a las policías, a transformarlos en auténticos Robocops. Basta chequear la publicidad oficial de los ministerios de Seguridad para darnos cuenta que asocian la seguridad a las policías, y las policías a las armas. Vemos a policías camuflados, pertrechados con armas cada vez más sofisticadas, desembarcando en los barrios pobres, pateando las puertas de las viviendas. Todas imágenes que invitan a asociar la seguridad al despliegue y uso de la fuerza.
Alguien dijo por ahí que “un policía sin armas, más que un policía es un boy scout”. Nunca entendí por qué las policías de proximidad tienen que estar armadas. Portan armas de fuego en zonas sobreaseguradas, donde saben que no sucede nada y donde, encima, cuando sucede algo, el sentido común aconseja no desenfundar porque tendrán muchas chances de lamentar otras víctimas. Imaginemos la siguiente escena: un individuo sale corriendo de un comercio ubicado en pleno centro de la ciudad, mientras el comerciante lo apunta como “ladrón”. La escena es avistada por un policía que sale corriendo tras él. Nos preguntamos: ¿Qué hará el policía? ¿Desenfundará su arma para apuntar a un blanco móvil que tiene a trescientas personas como telón de fondo? ¿No será mejor perseguirlo hasta que se quede sin aire, o sea interceptado por un patrullero lejos de los transeúntes? Incluso… ¿no es conveniente que se escape para no lamentar víctimas inocentes?
Para decirlo con otro ejemplo cercano: cuando vamos al banco Santander o Galicia, a Garbarino o a cualquier shopping, a un country o condominio privado, nos sentimos siempre seguros, cuidados, custodiados. Sin embargo, si miramos bien, nos daremos cuenta que el personal de seguridad privada no está armado, solo está munido de una radio. El arma, suponemos, la tiene guardada. La pregunta es la siguiente: ¿Si en estos espacios públicos nos encontramos seguros, porque en otras esferas públicas nos sentimos inseguros? ¿Por qué donde circula el dinero y la riqueza son entornos agradables y desarmados, mientras en otros lugares públicos demandamos policías armados para sentirnos seguros?
Circulación de armas
Gran parte de la violencia en el país -no sólo los homicidios dolosos, sino las lesiones graves o las amenazas- está vinculada a la circulación de las armas de fuego. Pensar las violencias altamente lesivas, en sus diferentes expresiones, implica problematizar la circulación de armas, la tentación a armarse y la fácil adquisición de armas de fuego.
Detrás de esa tentación y esa disponibilidad, están los mercados de armas de fuego. Y digo “mercados”, en plural, porque al lado del mercado legal hay un mercado negro estoqueado en gran medida por las propias policías, producto de la falta o discontinuidad en los controles, la carencia de un sistema integral de trazabilidad de las armas, y una Justicia que demora los juicios y no ordena la destrucción inmediata de las armas que la policía suele tener bajo su guarda. Armas que, misteriosamente, desaparecen, se pierden o se roban. Armas que los policías reingresan al mercado porque las que van incautando, cuando no se transforman en los “bagallos” que utilizan para armar causas o plantar pruebas que los desincriminen, se pondrán a circular otra vez.
Cultura de la prevención
Pero también la violencia letal está vinculada a la cultura de la prevención. Los vecinos se han convertido en policías amateurs, le enseñaron que tienen que participar en las tareas de control para “no regalarse”, para sentirse seguros. El prudencialismo imperante propone responsabilizar a los vecinos en la defensa de su seguridad. Por eso les enseñamos que tienen que contratar seguridad privada, reforzar las cerraduras, aprender técnicas de autodefensa, elevar los muros, poner serpentinas aceradas o botellas de vidrio en las medianeras, comprarse un perro con cara de malo y, en el mejor de los casos, tener armas para repeler las eventuales entraderas.
Estas armas que portan los vecinos se usan sin protocolos, sin capacitaciones previas. No hay instrucción para los usuarios civiles, pero tampoco hay cursos con víctimas o abogados que les permitan conocer las consecuencias que pueden derivarse de su manipulación.
Por eso no es casual que los homicidios dolosos en el país no se los lleven las policías a través del gatillo fácil, sino los ciudadanos comunes. Los ciudadanos emplean armas de fuego para dirimir sus problemas. Apenas un 6% de los homicidios dolosos son protagonizados por policías; el resto, casi un 50%, son llevados a cabo por individuos que se conocen entre sí y viven muy cerca uno del otro, es decir, son el resultado de riñas, peleas, etc.
Pero cuidado: con ello no niego que la violencia letal policial no sea un problema, al contrario, es un gran problema. Porque son homicidios que cometen profesionales de la violencia, personas que fueron especialmente entrenadas para usar la fuerza letal y no letal de acuerdo a criterios de proporcionalidad, legalidad y oportunidad, siguiendo protocolos confeccionados de acuerdo a estándares internacionales de Derechos Humanos. Pero hay que pensar los problemas sin contarse cuentos. La gran mayoría de los homicidios intencionales se los llevan los conflictos entre personas que se conocen entre sí, y son llevados a cabo por el uso de armas de fuego.
De las piñas a los tiros
Tampoco hay que perder de vista que gran parte de aquellas muertes dolosas están asociadas a específicos conflictos interpersonales: las disputas entre grupos de jóvenes. Jóvenes que compiten por el prestigio a través de las armas. Antes se agarraban a piñas y ahora andan a los tiros por la sencilla razón de que hay más armas en la calle y están al alcance del bolsillo. Prueba de ello son los homicidios en la ciudad de Rosario. Gran parte de la letalidad está asociada no al control del territorio, sino a las disputas entre pares.
La violencia asociada a las armas es una manera de adquirir reputación en los barrios. Una reputación que antes se componía alrededor del trabajo y la escuela, pero que ahora se compone en torno a otras prácticas. Cuando el trabajo se precariza y las escuelas se vuelven impotentes para componer un lazo social, para componer redes de confianzas, gran parte del orgullo que se necesita para remar los procesos de humillación se tramitan alrededor de la cultura del aguante que implica no solo al aguante policial o a las victimizaciones violentas en los delitos callejeros, sino, sobre todo, a las disputas con otras banditas de pibes. Disputas que se llevan a cabo a los tiros. Los pibes necesitan un cartel, no solo para ganarse la atención y el respeto de sus pares, sino para ser alguien.
Resentimientos y violencias expresivas
Por último, están las violencias vinculadas a los delitos predatorios, sean los delitos callejeros o las entraderas. Delitos donde antes se usaba una violencia instrumental y ahora tienen un plus de violencia que ya no puede cargarse a la cuenta de la instrumentalidad. Ese excedente de violencia hay que desentrañarlo. Puede estar asociado a la violencia expresiva, pero también a otras violencias emotivas.
En efecto, la violencia que se usa ya no busca atemorizar a la víctima para evitar su resistencia, sino para que no se olvide más, para transformar el robo en un acontecimiento que parta su vida en dos. De la misma manera, cuando se irrumpe en una casa, no se trata de llevarse los electrodomésticos y el dinero que pueda encontrarse, sino que se arrojará un tarro de pintura que se encontró o se defecará arriba de la cama.
Estos excedentes de violencia suelen estar vinculados a la dimensión emotiva. No solo las personas buscan divertirse, sino desquitarse de las humillaciones previas, quieren compensar su debilidad en el universo social con el despliegue de violencias, devolver las humillaciones que se fueron acumulando en cómodas cuotas durante todos estos años, agregando al hecho un plus de violencia que lo vuelva un evento inolvidable, e incline, aunque sea por un rato, la balanza de poder. En efecto, detrás de la violencia están los sentimientos experimentados con rencor y rabia que fueron resintiendo a las personas.
La desmonopolización de la violencia
Con todo, la tesis que estoy proponiendo, haciéndome eco de la hipótesis formulada alguna vez por el sociólogo Norbert Elias en El proceso de la civilización, es que estamos asistiendo a una transformación de la agresión, a una nueva mutación de las violencias. Porque si para Elias la transformación estaba vinculada a la monopolización de la violencia en manos del Estado, para nosotros, un siglo después, por el contrario, está vinculada a la desmonopolización. No sabemos cuántas de estas violencias desmonopolizadas están vinculadas a lo que llamo la liberación de la violencia y cuántas a las disputas de la violencia. Como sea, el Estado está perdiendo el monopolio de la violencia legítima. Pero también está perdiendo el monopolio de la gestión de la seguridad y está perdiendo el monopolio de la administración de Justicia.
No es un fenómeno reciente, sino procesos de larga duración, que llevan unas cuantas décadas en marcha. Los punitivismos de abajo se vienen retroalimentando con los punitivismos de arriba. La tentación punitivista no es patrimonio de la dirigencia, es una forma de compensar la crisis de la Justicia y la desconfianza policial, pero también una manera de reclutar los consentimientos para hacer uso de las violencias que garanticen los distintos órdenes que necesitan los vecinos en un barrio, los empresarios en los mercados y los funcionarios en el gobierno. No estoy diciendo que la violencia se convierta en la nueva moneda de circulación nacional, pero cuando la política es incapaz para arreglar los conflictos, y los actores pierden poder, la violencia puede convertirse en un recurso tentador. Como dijo alguna vez Hannah Arendt: “El dominio por la pura violencia entra en juego allí donde se está perdiendo poder”. La violencia llega cuando nos quedamos sin palabras.
*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales (LESyC) y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
Publicado en revista Cordón