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Argentina, 1985 es una ficción basada en hechos históricos. Bajo tal premisa debe considerársela una excelente película. Que sea una ficción también explica por qué no le gustó a uno de los magistrados del Juicio a las Juntas, el doctor Guillermo Ledesma, probablemente el “más jurista” de ellos.

Lunes, 24 de octubre de 2022

Por Juan Manuel Soria Acuña 

Creo que el defecto principal de la película, o el más grave, es que caracteriza equívocamente al fiscal Julio César Strassera. Quizás no había otra opción para lograr un buen producto comercial que vendiera bien en las boleterías.

Strassera no fue un hombre de convicciones. Si las tuvo, no fue valiente para defenderlas en los tiempos cruciales en que, por sus funciones, debió hacerlo. Por el contrario, su comportamiento objetivo, completamente funcional a la dictadura hasta el año 1983, es el que lleva a concluir que, positivamente, carecía de ellas.

En ese aspecto Strassera representa una de las peores versiones del funcionario judicial argentino: timorato, acomodaticio con el poder de turno y trepador en su carrera tribunalicia. Su canonización civil constituye un verdadero exceso. Es importante, además, que la ficción fílmica sobre Strassera no sustituya a la verdad histórica en torno a su figura.

Esa verdad ha sido fehacientemente ilustrada, hace ya muchos años, por una carta de lectores enviada a La Nación que, no inexplicablemente, el diario nunca publicó. Su autor es Ricardo S. Curutchet, un nacionalista católico que trabajaba como secretario en un juzgado criminal en el cual, durante la dictadura, sí se tramitaban los habeas corpus de detenidos-desaparecidos. La carta posee un valor imperecedero por constituir un testimonio sintético, nunca desmentido, sobre el auténtico Julio César Strassera. Me limito a transcribirla:

“(…) Sé con precisión cuál fue la actuación del Dr. Strassera durante el Proceso, porque en esa época yo me desempeñaba como secretario de Primera Instancia del Juzgado en lo Criminal y Correccional Federal N°3, a quien estaba asignada la Fiscalía Federal N°3 de la que aquel era titular. Dicho funcionario visitaba diariamente mi despacho e intervino en todas las causas que tramitaron ante ese Juzgado durante los primeros años del gobierno militar, hasta que se modificó el sistema de relación con las fiscalías.

El Dr. Julio C. Strassera fue uno de los primeros fiscales federales designados por la Junta Militar compuesta por Videla, Massera y Agosti y juró su cargo entre bambalinas, pocos días después del golpe del 24 de marzo de 1976, antes de que se abrieran los Tribunales, cerrados e intervenidos por disposición de la Junta de Comandantes. Por supuesto que juró por los Estatutos y por todo lo que se le pidió que jurara, sin reparo alguno.

Me consta, por haber intervenido en ellos como secretario, que dictaminó infinidad de veces en los habeas corpus que se presentaban, pidiendo su rechazo, sin que se hubiese realizado la mínima investigación, contrariando el criterio del Juzgado; y que jamás se apartó de las instrucciones que le daba la Procuración General de la Nación, que a su vez las recibía del Poder Ejecutivo. Y me consta que adhirió sin reservas a la doctrina de la seguridad nacional. Los habeas corpus de esa época y los archivos de dictámenes de la Fiscalía N°3 contienen la prueba documental e irrebatible de lo que afirmo.

El Dr. Strassera se desempeñó como fiscal federal durante todo el período en que el entonces almirante Massera integró la Junta Militar y luego fue ascendido a juez de Primera Instancia, también durante el gobierno del Proceso.

El gobierno del Dr. Alfonsín lo promovió a fiscal de la Cámara Federal y, como le tocó intervenir en los juicios que entonces se gestaron, se sometió, nuevamente sin reparos y con énfasis, a las instrucciones de las nuevas autoridades.

Es decir, saltó impúdicamente de Fiscal del Proceso a Fiscal de la Democracia y, en ambos casos, bailó con entusiasmo los compases que sonaban.

El premio a tan dúctil desempeño fue una embajada ante un organismo internacional en Ginebra, donde no se sabe qué hizo, salvo gozar de las prebendas de tan lustroso cargo. Y el castigo, su ahora lamentable aparición en los estrados, defendiendo lo indefendible con argumentos de mala entraña.
Indigna y duele pensar que hombres como este quizás un día irán a formar parte de la galería de los próceres de nuestra patria.

Dr. Ricardo S. Curutchet”.

Entre los casos que Curutchet refiere globalmente está la actuación de Strassera en la arbitraria detención —previa tortura clandestina— de Lidia Papaleo, viuda de David Graiver, a quien interrogó y contra la que pidió una severa condena; todo a posteriori de la venta, a bajo precio, de las acciones de Papel Prensa S. A. a favor de Clarín, La Nación y La Razón.

Las ideas constitucionales de Strassera

Si lo anterior no fuera suficiente, el contenido de la carta de Curutchet se corrobora citando al propio fiscal en el caso del encarcelamiento del gobernador de Santa Cruz, Jorge Cepernic. Estos hechos fueron recordados hace algunos años con su habitual valentía —que hoy falta a tantos hombres— por Cristina Kirchner.

En esa causa, Strassera dictaminó que debido al “carácter constitucional de las Actas Institucionales (…) necesariamente ha de coincidirse en que la privación de la libertad impuesta al beneficiario de este recurso [Cepernic] encuentra su legitimidad en la misma Constitución Nacional, indudablemente reformada por el Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional y el Acta” y que esta última “constituye una norma de idéntica jerarquía que la contenida en el art. 23 de aquella, en cuanto faculta al Poder Ejecutivo Nacional para arrestar personas a su exclusiva disposición, en tanto las circunstancias excepcionales por las que atraviesa el país así lo aconsejen”.

Para Strassera, el Estatuto del Proceso de Reorganización Nacional era igual a la Constitución. Sin reservas, sostuvo que “impugnar la Resolución Nº 2 de la Junta Militar resulta inadmisible, pues ello equivale a afirmar que la Constitución es inconstitucional”. Respecto a la detención de Cepernic, la avala y agrega que “encontrándose legítimamente detenido, opino que corresponde tanto el rechazo de la presente acción de habeas corpus, como la excesiva petición a que me he referido en el párrafo precedente”.

Elogio de los fachos

Frente a personajes como Strassera, hubo algunos valientes que los personajes de 1985 (usando un lenguaje repetitivo, que me atrevo a señalar como algo distópico) descalificarían inapelablemente como “fachos”.

Pues bien, hubo “fachos” que durante la dictadura —no después— fueron mejores que muchos “progres” quienes, como Strassera, pasaron de colaboradores dilectos del régimen a las filas de la resistencia cuando ya no había mucho para resistir.

Estos “fachos” actuaron, dentro de sus posibilidades, cuando los desaparecidos todavía podían estar vivos y la Junta Militar estaba en el apogeo de su poder. Entre ellos podría señalarse a Emilio Mignone y Augusto Conte, cuya dramática experiencia personal les impuso un cambio vital. Me remito a una nota reciente de este Cohete. Otro fue el muy ortodoxo sacerdote nacionalista Leonardo Castellani, que tenía 77 años en 1976.

El 19 de mayo de ese año, a pocos meses de concretado el golpe militar, el Presidente General Jorge Rafael Videla recibió en un almuerzo en la Casa Rosada a los escritores Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Leonardo Castellani y Horacio Sebastián Ratti. Los tres primeros estaban ahí por su prestigio, del que quería servirse el régimen para promocionarse en la opinión pública; Ratti, en su calidad de presidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Los cuatro, por separado, habían recibido pedidos de interceder ante Videla por desaparecidos, algunos de ellos escritores.

Mientras Borges y Sábato se deshicieron en alabanzas al régimen militar recién instalado y hablaron de la necesidad de una “purificación” nacional a través de la guerra, sellaron sus labios para pedir por cualquier compatriota en dificultades. Ratti habló a Videla de los temas gremiales y sectoriales que interesaban a la SADE.

En contraste, al igual que Videla, Castellani escuchaba en silencio. En un momento, escribió en un papel “Haroldo Conti” y se lo entregó al general. Era el nombre del conocido escritor y amigo que, recientemente, había desaparecido. Videla lo leyó y no dijo nada. Animado por la valentía de Castellani, Ratti entregó otro papel a Videla con un listado de escritores en similares condiciones. Borges y, sobre todo, Sábato siguieron con su cháchara sobre las guerras purificadoras, discurso que, en un momento, incomodó y molestó al dictador que censuró a los adulones con un comentario.

Videla no ignoraba de qué y de quiénes le hablan esos dos papeles que tiene en sus manos. Se limitó a contestar a Castellani y a Ratti que esas situaciones serían examinadas y aclaradas de acuerdo con la ley y que la paz retornaría a la Argentina. Ahí, con alguna tensión, finalizó el largo almuerzo, que había sido monopolizado por la perorata de Sábato. Castellani se retiró en silencio, sin hacer ningún tipo de declaración a la prensa, mientras que Borges y Sábato se dedicaron a elogiar a Videla frente a los periodistas.

Quienes quieran tener más detalles sobre el episodio pueden leerlo en su fuente original, el penúltimo número de la revista Crisis, de julio de 1976, que dirigía Eduardo Galeano y que contiene los reportajes a Castellani y Ratti.

Puede notarse allí el carácter del Padre Castellani, un hombre transparente y sencillo, no un personaje mediático. Borges y Sábato, en contraste, se negaron a hablar con la revista; claramente no querían asumir ningún riesgo. Se trata del mismo Sábato que, en un macabro paralelismo con Strassera, presidiría años después la CONADEP convirtiéndose en el heraldo de los derechos humanos que tan poco le importaron en 1976.

Castellani y Alicia Eguren

El comportamiento de Castellani me refuerza en la verdad de una idea tan elemental como olvidada y necesaria en estos tiempos.

Las divisiones realmente importantes entre los hombres —y las mujeres— no pasan, en absoluto, por ser “fachos” o “progres”, sino por ser buenos o malos, valientes o cobardes, veraces o cínicos, solidarios o egoístas, generosos o miserables. Expresado visceralmente, por tener o no sangre en las venas. Para desasosiego de algunos, la moral heterónoma, que exige algo más que buscar el bien individual y que este no se mide con una vara creada autónomamente, sigue vigorosamente vigente.

Épocas duras, como las de la dictadura, sirven para decantar y mostrar, de modo claro, quiénes valen como seres humanos y quiénes “viven en la impostura”, mirándose el ombligo, dejando morir a sus hermanos y quedando bien con el que tiene la sartén por el mango.

De algún modo, ese Castellani de casi 80 años que, en la Casa Rosada, en mayo de 1976, se ocupaba frente a Videla de su amigo desaparecido (al que pudo ver casi destruido un tiempo después, antes de morir) era el mismo que, en los años ’40, siendo un joven sacerdote jesuita, se enamoró de Alicia Eguren. Mejores épocas de la Iglesia en las que sus sacerdotes, al menos, pecaban con mujeres adultas.

Mucho puso en juego y sacrificó Castellani por esa “amiga” peronista, entonces de derecha, que luego de separarse unió su vida y destino al de John William Cooke, para terminarla dramáticamente, bajo torturas, en la ESMA. Por ese y otros motivos similares que hablan de su humanidad, en 1949 los jesuitas expulsaron a Castellani de la orden y la Iglesia lo suspendió a divinis. Diecisiete años después, el papa Juan XXIII lo perdonó y reintegró a la grey.

Con esos pecados incluidos, cambiaría hoy a todos los obispos argentinos, a cientos de sus sacerdotes y al papa jesuita que vive en Roma para que resucitara aquel Castellani que, con sangre en las venas, vivió entre nosotros. Tan superior a los muchos magistrados Strassera que todavía nos rodean.

 

Fuente: El Cohete a la Luna 


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