Una fuga de presos del penal de Villa Devoto en 1991 accidentalmente dejó al descubierto una fosa común llena de restos humanos. Tiempo después, ese hallazgo se asoció a la masacre del 14 de marzo de 1978. Las autoridades dijeron que hubo 64 muertes mientras que los testigos estimaron más de un centenar. Hugo Cardozo se salvó de milagro y hoy rememora aquella historia que aún busca justicia.
Domingo, 5 de junio de 2022
Por Ricardo Ragendorfer*
El 30 de noviembre de 1991 siete presos se fugaron del penal de Villa Devoto, hasta entonces, una jaula inexpugnable.
Para concretar esa hazaña –nunca mejor dicho– “libertaria”, socavaron, casi a dentelladas, un extenso túnel que empezaba en el hospital penitenciario, con salida sobre la calle Bermúdez, junto al muro principal de la cárcel.
Resultó significativo el apuro de sus autoridades por tapar ese pasadizo, de extremo a extremo, con la carga completa de varios camiones inyectores de cemento. En tanto, de los prófugos no había ni el más mínimo rastro.
Meses después, uno de ellos se comunicó conmigo por teléfono; aquella llamada derivó en un encuentro con él. Entonces, en un aguantadero al que fui conducido tabicado, el tipo me contó los detalles del asunto. Especialmente, uno: el osario que encontraron al cavar el túnel, una fosa común llena de restos humanos que, según él, podrían venir del tiempo de la última dictadura.
Y después, diría:
–Mirá, yo no soy creyente. Pero creo que en esto de la fuga, los espíritus de los muertos nos ayudaron. Y es ahí donde nace mi deuda con ellos. Porque yo, estando en medio del túnel, les pedí ayuda… en joda, se las pedí. Porque estaba desesperado. Pero ellos quizás nos ayudaron para que pudiéramos vivir y contar sobre la gente muerta que está abajo. Yo prometí que lo iba a contar. Y si no lo hago ahora no lo cuento más.
Esa crónica, que incluía su relato completo, fue publicada por la revista mensual Página/30 en junio de 1992, bajo el título “El túnel de los huesos”.
Ya en el invierno de aquel año, el entrevistado fue abatido en un tiroteo con la policía durante el repliegue de un asalto bancario. Era nada menos que César Barthogaray (a) “Kiko”, un pistolero de fuste.
En 2011 fue estrenada –si mal no recuerdo, en un cine de Belgrano– la película “El túnel de los huesos”, de Nacho Garassino, obviamente basada en aquella crónica. Entre los asistentes se encontraba el famoso Hugo “La Garza” Sosa, uno de los protagonista de la fuga y colaborador del filme.
Fue cuando me confió un detalle de mi entrevista con Kiko que yo, por cierto, desconocía:
–Para ir esa vez a verte, él y yo tiramos una monedita. Y ganó Kiko.
Cabe destacar que dicho largometraje reactualizó el misterio que pesaba sobre los restos óseos hallados por los evadidos.
Después de la publicación de mi crónica, descarté –en base a la revisión de archivos– que se tratara de presos políticos. Porque durante la dictadura, en Devoto no hubo desapariciones forzadas entre cautivos a disposición del PEN (Poder Ejecutivo Nacional). Se trataba entonces de presos comunes. Pero me era imposible precisar cuándo y en qué circunstancias fueron asesinados. Ese interrogante perduró en mí por casi dos décadas.
Lo cierto es que la exhibición del filme –que estuvo en cartel por varias semanas– descerrajó la respuesta, a través de uno de sus espectadores: Hugo Cardozo, un sobreviviente de la llamada Masacre del Pabellón Séptimo, sin duda el asesinato masivo más sangriento de la historia penitenciaria argentina, ocurrido el 14 de marzo de 1978.
Su saldo “oficial”: 64 muertos. Pero él sabía que hubo muchos más (entre 80 y casi 100), y que éstos eran los que yacían en el túnel. Tal fue su certeza cuando la película aún no había concluido.

Idéntica impresión tuvo otra espectadora: la abogada Claudia Cesaroni. Ella sabía de dicha matanza por dos libros: “Crónicas de muertes silenciadas”, de Elías Neuman, y “Los derechos humanos en el otro país”, una antología de textos que incluye “Testimonios del otro país”, de Daniel Barberis.
De manera que Kiko no se había equivocado: los muertos del túnel eran víctimas de la última dictadura.
Cardozo entonces se contactó con Garassino, y éste hizo el puente entre él y Cesaroni. Tal fue el comienzo de una epopeya judicial. De hecho, esa carnicería había pasado a la posteridad con el antojadizo título de “Motín de los Colchones”, sin que hubiera un “rechifle” previo.
Pero tal era la versión “oficial” del Servicio Penitenciario Federal (SPF) de los años de plomo. Y así en aquel momento lo caratuló la justicia ordinaria, antes de archivar la causa en cuestión.
En realidad todo se inició con una requisa inusualmente violenta, a raíz de un pedido de los presos para ver una película por el televisor del pabellón. Ello derivó en una sinfonía de gases, balazos y fuego.
*Periodista
Fuente: Télam