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Murió a los 19 años en las praderas de Darwin; Elma Pelozo, su madre, inició un largo proceso que terminó con el reconocimiento de su cuerpo en la tumba de su hijo.

Viernes, 1 de abril de 2022

Por Eduardo Ledesma

Gabino Ruiz Díaz cayó en Malvinas, en pelea frontal, con su mirada ensartada en los ojos de un inglés. Era una mañana de pavor que se consumía lenta al tronar de la artillería y del fuego aéreo. Unas cinco horas duró ese infierno. Fue el corolario de una larga noche de combate encarnizado. Al promediar la refriega, él trató de cubrir a sus compañeros que buscaban recuperar una línea de tiro, pero la cosa pasó a mayores y se definió cuerpo a cuerpo. No dudó. Fusil en mano salió del pozo y en la corrida descubrió su pecho al enemigo. Allí mismo conoció a la muerte que lo levantó al galope. Eran las praderas de Darwin. Hacía el frío áspero de los finales de mayo en las islas del Sur. Soplaban vientos de guerra.

La última vez que cenó con él, lo agasajó con un estofado de pollo y fideos verdes de espinaca. Fue el menú preferido de ambos desde cuando ella lo engendraba y tuvo repetidos antojos de ese plato que él agradecía cada vez que lo probaba.

Al otro día lo despidió con pocas palabras y abrazos rotundos, con dos besos y una larga mirada. Lo vio irse lento en ancas de un tordillo negro sin nombre por el camino apenas trazado que continúa así, ahuellado a duras penas y en eterna porfía con los tacuarales que se crían abundantes y cierran pasos.

Él se fue por donde vino aquel llamado: un caminito verde de pasto y amarillo de los arenales que abundan en los interiores de Corrientes; entrañas de lagunas y palmares, chacras y corrales que perfilan un ejido que ya entonces se llamaba Colonia Pando, 30 kilómetros adentro de la cabecera del departamento San Roque.

Cuando ella lo perdió de vista, a media mañana de aquel 10 de marzo de 1982, una punzada en el pecho le sugirió que tal vez sería la última vez que ese adolescente morocho le mostraría su espigada silueta a caballo. Subió después a un camión que lo dejó en la Estación San Roque y de allí salió para Mercedes, hasta que el 16 de abril abordó el tren que lo dejó en el Sur. Orden: Caleta Olivia. Contraorden: Río Turbio. Destino final: Malvinas.

Gabino completó el servicio militar y fue dado de baja. Volvió. Recorría zonas de La Elisa, Rosado Grande y Colonia Pando cuando el telegrama pospuso los planes que tenía para fortalecer la chacra de su padre y enhebrar su futuro con los hilos de eso que llaman progreso.

Él tenía 19 años y hasta quizás una novia, pero no podía sostener sus certezas porque estaba yendo a la guerra. “A pegar fierro con fierro contra los ingleses”, alcanzó a decirle a su madre, en dramático guaraní. Ella tenía 42, una casa grande para cobijar a su familia numerosa, un campito y algunos animales. Tenía todo, en la medida justa de sus necesidades, pero también el presentimiento agudo de que estaba perdiendo para siempre al tercero de sus ocho hijos.

Tuvieron que pasar 38 años, una guerra en Malvinas y varias otras contiendas en los territorios difusos de la política nacional y extranjera; batallas interminables contra la burocracia de todas partes y feroces combates corazón adentro para que esa mujer y ese muchacho volvieran a estar juntos. Ella como Elma Pelozo, madre malvinera que posibilitó en primera instancia la identificación de los cuerpos de los caídos y enterrados en el Cementerio de Darwin; y él como Gabino Ruiz Díaz, el primero de los 123 conscriptos argentinos en ponerle nombre propio a esas placas negras de granito, famosas en el mundo por arrullar con verba marcial lo que algunos, sin tapujos, llamaron abandono: “Soldado argentino sólo conocido por Dios”.

Su cruz sigue blanca, blanquísima, soportando erguida el viento y el frío. Sigue blanca, como las otras 240 del cementerio. A su pie la baldosa fue cambiaba. Ahora nombra al Gabino de San Roque, numerario del Grupo 2, Sección Exploraciones, del Regimiento de Infantería 12 de Mercedes “General Arenales”, caído en Darwin el 28 de mayo de 1982. La piedra fría le devolvió su nombre a ese soldado curtido en la siesta caliente del campo correntino, que murió adolescente en Malvinas y fue inhumado por un oficial inglés, con dignidad religiosa y militar, pero en el anonimato.

Elma Pelozo nació en Rosado Grande, segunda sección San Roque, un Día del Maestro: el 11 de septiembre de 1939. Se casó a los 17 y consiguió de ese modo la única llave que había en Corrientes, en la década del 50 del siglo pasado, para evadir el férreo control materno y obtener la venia paterna para alejarse de los cercos levantados por la familia.

A Elma siempre le gustó el baile. Cuando lo recuerda, se le escapan sonrisas continuas y dispara miradas cómplices. El baile fue para esa mujer otra forma de emancipación íntima. A sus 82 años, tiene el carácter alegre de una anciana que supo domar los muchos desboques de su destino. Y aceptar también sus muchas pérdidas.

Le gustaba el baile y aún le gusta la música. La suya suena en clave de chamamé. Escucha radio, en general una o dos estaciones de amplitud modulada que todavía tienen audiciones diarias de ritmos litoraleños y extendidos bailables los fines de semana. Como está postrada -producto de una diabetes que se cobró la fortaleza de sus piernas-, armó su agenda en función de algunos informativos y de esos programas musicales que escucha con atención en varios sectores de su casa, adonde se desplaza en su silla de ruedas. Incluso a la noche, antes de dormir, es de la radio -y no de la tele- la última voz que susurra cerca de su oído.

Antes había dos perros en su casa: Capitán y Teniente. Teniente murió y quedó sólo Capitán, hasta que llegó Rocco. Ambos son negros. Ofician de guardianes del lugar y de una docena de gallinas y algunos gallos que sacan pecho en ese patio amplio y fresco bajo la fronda de las moras y de un enorme ceibo.

Bajo esa sombra estamos, rodeados de plantas y arropados por el perfume de las flores. Es la soleada mañana del 4 de marzo de 2022 y hace un calor que asfixia. La resolana pica como el humo que aún persiste en vastas zonas de la provincia, jaqueada por los fuegos que desde principios de año consumieron más del 12 por ciento del territorio. Son cerca de las 11 y estamos a pocos metros de un descampado en el que dos años antes, exactamente, un helicóptero del Ejército aterrizó para buscar a Elma y llevarla hasta Malvinas. Fue, hasta ahora, el viaje más importante de su vida.

”Mamá Elma” la llaman sus hijos y también los que no lo son, por caso muchos excombatientes que le tributan cariño a diario. Y de su larga descendencia -fueron cinco varones y tres mujeres- siete son los que viven: dos en Buenos Aires, cuatro cerca de ella en Colonia Pando y una en San Roque pueblo. Gabino descansa en las pedregosas y heladas tierras de la isla Soledad, a pocos kilómetros de donde lo alcanzó la ráfaga mortal de los tiradores del Batallón de Paracaidistas Reales al servicio de su majestad, la reina Isabel.

A los 19, Elma dio a luz a su primera hija: Antonia. Cuando lo mataron, Gabino también tenía 19. Desde entonces Gabino es “Cambacito”, el hijo héroe. Era un joven trigueño, flaco, alto, alegre, de sapucay nítido y muy trabajador, que además cuidaba de su abuela materna, Lucía Nemesia Aguilar, con quien vivía.—Era un muchacho contento —dice Elma—. Cabezudo, pero al que nunca le agarró el mal humor.

Gabino nació el 27 de junio de 1962 y murió el 28 de mayo de 1982, a un mes de cumplir 20, a 17 días del final de la guerra, en el primer gran enfrentamiento terrestre de Malvinas: la batalla de Ganso Verde, o de Pradera de Ganso, que ocurrió entre el 27 y 29 de mayo. Murió cuando el Ejército británico conquistó el istmo de Darwin imponiéndose sobre una fuerza argentina de 600 hombres allí apostados, muchos de los cuales eran apenas conscriptos mal pertrechados. Gabino fue uno de los tantos muertos de ese enfrentamiento.

***

Salvo la Fuerza Aérea, que desplegó oficiales, el grueso de las tropas destinadas a Malvinas eran conscriptos, es decir, jóvenes afectados al servicio militar obligatorio: más de 12.500 chicos de entre 18 y 20 años de edad, en general de las clases 1962 y 1963.

Elma fue dos veces a Malvinas. Su primer viaje ocurrió en 1997, a 15 años del conflicto, en el marco de una visita organizada por la Cruz Roja. Fue con un grupo de madres, hermanos y hermanas de los caídos. Fueron a rezar frente a las cruces blancas clavadas en esas lomadas sin sombra. Ella se arrodilló y oró.

—Yo le decía a mi Cambacito: ando caminando hijo por acá, por donde caminaron tus piecitos. Vine por vos, a visitarte, pero yo no sé dónde está tu cuerpito. Así le dije la primera vez.

Elma llevó entonces una placa de bronce que le obsequió el intendente de San Roque, Domingo Muniagurria, ya fallecido. Caminó por el camposanto hasta que sintió que su corazón corría al trote y sin permiso. Individualizó una cruz y allí hizo poner la placa.

—Yo caminé con el bronce y lo puse en una cruz donde había una latita. Esa sepultura está a tres de la de Gabino. ¿Podés creer?

Lo supo mucho después, el 5 de marzo del año 2020, a dos semanas de que Argentina entrara en confinamiento por la pandemia de Coronavirus y a 38 años de la guerra, cuando Elma regresó a Malvinas. Esta vez para llorar su pena ante los restos de su hijo.

—Gabino, ya llegamos —dice que dijo cuando traspasó la tranquera del “Argentine Cemetery” y recibió como primer saludo la venia de dos soldados británicos.

Después pidió ir primero hasta la parcela de Gabino. Ya no podía caminar, pues los años y la diabetes avanzaron hasta la amputación de sus piernas. Fue operada en 2014, y por eso no fue de la partida cuando los familiares de los soldados identificados viajaron a las islas entre 2018 y 2019.

Pero ahora estaba allí, por obra y gracia de mucha gente. Todos y cada uno se fundieron en esa persona que empujó la silla de ruedas hasta ese pedacito de tierra en donde varias promesas se cumplieron. Y varios dolores sanaron.

Fue esa mañana limpia cuando Elma descubrió que la placa de 1997 estaba apenas más allá. Sintió otra vez el sobresalto. Oró y lloró por eso, por el reencuentro, pero también por ese lazo maternal invisible e ininflamable al fuego destructor de las balas. Incorruptible al sinsentido de la guerra.

En Malvinas murieron 649 soldados argentinos. De ese total, Corrientes perdió 53 en combate y muchos más después de la rendición, presos de un trauma que persigue a todos los que allí lucharon. A todos ellos.

***

El 5 de marzo de 2020, cuando Elma volvió a las islas, lo hizo con su nuera Liliana Hernández y su hijastra Lucy González. Y, entre otros, con Julio Aro, excombatiente y responsable junto con el exoficial británico Geoffrey Cardozo del proyecto humanitario que permitió -al día de hoy- la identificación de 119 de los 123 soldados enterrados sin nombre.

Una larga cadena solidaria financió esa segunda visita, que a su vez hizo posible ese momento solemne en el que una madre, 38 años después, se inclina ante su hijo ofrendado a la patria. Ese día le dejó unas flores de tela, blancas y azules, y un rosario de madera.

Elma se merecía volver. Fue, ni más ni menos, la primera madre que aceptó donar una gota de sangre para iniciar el proceso humanitario que llevaron adelante el Equipo Argentino de Antropología Forense, profesionales británicos y de la Cruz Roja. Y gracias a eso, Gabino fue, de entre los excombatientes de Malvinas enterrados como NN, el primero en ser reidentificado.

—¿Qué le pasó en ese momento?

—¿Y qué me va a pasar? Por un lado una alegría por el viaje, pero siempre con dolor, porque una madre, cuando le pasan estas cosas, tiene una herida que no se cicatriza nunca. Yo me levanto siempre con esa herida por ese hijo que me falta. Tengo su foto frente a mi cama, me siento y lo veo a él. Esa herida no cicatriza nunca ni se va a cicatrizar hasta el último día de mi vida, porque es un hijo, un pedazo de mi vida.

***

Los últimos hallazgos de la Cruz Roja y de los forenses argentinos y británicos se conocieron en septiembre de 2021. Individualizaron a cuatro gendarmes enterrados en una fosa común. Allí yacía otro correntino: el saladeño Marciano Verón. En la fosa estaban sus compañeros de helicóptero que el 30 de mayo de 1982 cumplían su primera misión. Antes de llegar a su objetivo, la aeronave fue derribada por un misil y atacada en simultáneo por un avión Sea Harrier. Todos los tripulantes perdieron la vida.

***

Julio Rodolfo Aro es un excombatiente de Mercedes, Buenos Aires, afincado en Mar del Plata. Es el presidente de la Fundación “No me olvides”, conformada en 2009 por veteranos de guerra, madres de los soldados caídos y algunos civiles. Julio es el impulsor del proceso de identificación de los caídos en Malvinas. Fue quien habló y convenció a Elma para que abriera ese círculo virtuoso que está a punto de cerrarse. Y quien movió cielo y tierra para que ella regresara a Malvinas.

Geoffrey Cardozo es un excapitán del Ejército británico de la división Logística. No participó de la guerra. Llegó un día después de la rendición, el 15 de junio de 1982, con 32 años, para ayudar a sus camaradas, hasta que recibió la orden de realizar la búsqueda e inhumación de los soldados argentinos cuyos cuerpos quedaron esparcidos por las islas al final del conflicto bélico.

Levantó en Darwin, a 88 kilómetros de Puerto Argentino, en un terreno donado por un lugareño, un cementerio con 237 tumbas, 123 de las cuales quedaron sin identificar.

—Esperamos que el gobierno argentino tomara la iniciativa para hacerlo, pero eso no sucedió —recordó hace algunos años.

Terminado el trabajo, en enero de 1983, hizo un informe muy detallado que le demandó cinco semanas. La ceremonia de sepelio, con honores y elogios fúnebres, ocurrió el 19 de febrero de 1983.

—Esas tumbas me impiden el sueño —le confesó Julio Aro a Cardozo la primera vez que se vieron, en 2008.

Estaban en Londres. Él, José Raschia y José Luis Capurro, también veteranos, fueron invitados a Gran Bretaña para reunirse con excombatientes ingleses de gran experiencia en estrés post traumático. Allí se cruzaron con el excapitán Geoffrey Cardozo, que oficiaba de traductor. Aro le contó sobre esas tumbas sin nombre que vio en su viaje de ese año a Malvinas y así fue que el día que partían de regreso, el militar inglés les entregó un sobre de papel madera con aquellos informes que había hecho en 1983. Era su bitácora de campaña. Había tres copias. Recuperó una del archivo y se las entregó a los argentinos. Convencido, también les dijo:

—Ustedes sabrán qué hacer con esto.

Un día, una vez concluido el trabajo de traducción en Mar del Plata, estudiando los folios del informe, José Raschia dio con un dato clave: en las listas caratuladas como “identificación militar” figuraba un número de documento argentino: 16.404.614. Pertenecía a un cuerpo encontrado en Darwin. Estaba grabado en una chapita circular, rota, que colgaba de un hilo de algodón encerado, y que resistió el paso del tiempo y el frío severo del olvido.

Les tomó tiempo llegar hasta el otro extremo de ese hilo prendido al DNI de Gabino, que él mismo escribió acicateado por el destino, pensando en el futuro, en la necesidad de un reencuentro con los suyos. Les tomó tiempo, pero lo lograron. Esa otra punta estaba en Colonia Pando.

Julio Aro viajó a Corrientes. La primera vez llegó preguntando a la casa de los Ruiz Díaz, pero sin recorrer un kilómetro demás. Elma lo recibió con los brazos y el corazón abiertos. Hablaron mucho, hasta que la mujer oyó la pregunta.

—¿Querrías saber dónde está Gabino?

Sin pensarlo demasiado, le dio su respuesta:

—Lo buscaría hasta el fin de mis días.

Fue así como Elma Pelozo se convirtió en la primera madre que aceptó donar su sangre para dar inicio a la causa de la identificación de los soldados de Malvinas. Con ella nació el Plan Proyecto Humanitario.

A 40 años de Malvinas el proyecto sigue. Quedan siete cuerpos por identificar, pero los números pueden variar en el futuro. Depende de dos factores: de la aparición de los familiares directos de esos caídos y de la excavación de una fosa común, que está pendiente. El número de tumbas en Malvinas también está abierto, porque obedece a la voluntad de los familiares. Algunos pretenden individualizar los cuerpos y otros, como ya sucedió, prefieren que sus héroes sigan dónde, cómo y con quién fueron enterrados en 1982. A Elma Pelozo también se le dio a elegir. Ella decidió que los restos de Gabino quedaran en Malvinas, al lado de sus compañeros.

—Él no está usurpando tierra —dijo, sin titubeos.

***

Gabino fue encontrado a pocos metros de su puesto: una línea defensiva de la ladera Norte del Cerro Darwin. La noche anterior perdieron a su jefe de grupo, que cayó prisionero en una emboscada. En la mañana pelearon bajo las órdenes del subteniente Ernesto Orlando Peluffo, también correntino, apenas mayor que sus soldados.

Cuando empezó esa última refriega, temprano en la mañana del 28 de mayo, Gabino compartía trinchera con el soldado Mendoza y el cabo primero Ríos. Él y Mendoza asistían a Ríos, tirador de la ametralladora MAG con la que defendían la posición.

En aquellos días de Ganso Verde y Darwin, los ingleses primero bombardearon la zona desde sus barcos. Después usaron artillería, morteros y sus aviones Harrier. Al final enviaron a sus paracaidistas para barrer el terreno y aniquilar la resistencia.

Gabino combatió con su fusil y sus pocas municiones. Su Compañía -como muchas otras- padeció graves problemas logísticos durante el conflicto. No les llegaron las armas pesadas, ni el transporte, ni los equipos de comunicación. También tuvieron problemas con la comida. A Gabino no le importó. Ni el hambre le importó.

Dicen, sí, que se quebró al ver a uno de sus camaradas degollado por la esquirla de un misil. Eran parte de su nueva familia, hermanos con quienes compartió los mayores peligros de su vida.

Mascullando bronca, en ese momento decisivo, salió de su pozo para cubrir un movimiento de sus camaradas, que se quedaron sin posición de tiro ante el asedio inglés.

—Salió con el pecho descubierto a campo libre para buscar nuevo lugar, porque los ingleses tiraban con todo para silenciar la ametralladora de Ríos, que les estaba haciendo mucho daño —dice Ramón Alegre, sanroqueño como Gabino, compañero de Regimiento y sobreviviente de esa batalla.

—Era plena mañana y estábamos a tan poca distancia -a unos 50 o 70 metros- que nos veíamos con los británicos. Este fue uno de los combates más cruentos de la guerra de Malvinas —agrega Peluffo, ya en su piel de coronel retirado del Ejército. Está vivo de milagro, según él mismo cree, gracias al casco que desvió hacia su oreja derecha el tiro que buscaba su cabeza. Una esquirla en la pierna es otro de los recuerdos de esa mañana en el infierno.

Gabino cayó a unos diez pasos de su pozo, abatido por un soldado del Segundo Batallón del Regimiento Paracaidista del Ejército Británico, durante lo que se conoció después como la toma de Goose Green.

Primero Malvinas y las placas sin nombre. Después Londres, Cardozo y sus expedientes. Luego Mar del Plata y la Fundación “No me olvides”. Colonia Pando y la sangre, de nuevo la sangre, y una madre tras el rastro que le dejó su hijo, cual Ariadna de Creta.

Al final, un proceso más o menos lento, pero necesario, y que tuvo la participación decisiva de la periodista Gabriela Cociffi y del músico Roger Waters. Ambos movilizaron a la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner a interesarse en el tema y llevarlo a una cumbre en la ONU.

Lo demás es una cronología de marchas y contramarchas, pero también de hechos concretos que comienzan en 2012 y llegan al 26 de marzo de 2018, al viaje realizado por los parientes de los soldados identificados que cerró la primera parte del proyecto acordado en 2016, ya bajo el gobierno del presidente Mauricio Macri. A partir de allí, otros familiares se acercaron a dar nuevas muestras.

Fue una “gesta antropológica” premiada y reconocida en noviembre de 2018 en Ginebra, Suiza. Por eso mismo, Aro y Cardozo ahora están postulados por la Universidad Nacional de Mar del Plata al premio Nobel de la Paz. La propuesta está en vigencia a la espera de resolución.

***

Varios buques de aprovisionamiento durante la guerra de Malvinas, llevaban, además de su nombre, un logo y una sigla: ELMA. Eran los buques de la Empresa Líneas Marítimas Argentinas, una firma naviera del Estado argentino, creada el 30 de septiembre de 1960 por el presidente Arturo Frondizi, correntino de Paso de los Libres. Prestó servicios al comercio exterior de la Argentina hasta la década de 1990, cuando el presidente Carlos Menem resolvió su desmantelamiento y disolución en el marco de la Ley de Reforma del Estado. El buque “Córdoba”, de ELMA, debía aprovisionar a la Compañía de Gabino. No pudo sortear el bloqueo marítimo y amarró en Puerto Deseado, donde además sufrió una avería.

—Elma, ¿recuerda cómo fue el día en que los antropólogos le dijeron que su hijo había sido identificado?

—Me trajeron un reloj y un pañuelito que habían encontrado junto a su cuerpo. Y la chapita en la que él escribió su número de documento.

También le entregaron una carpeta con todos los datos y algunas fotografías del proceso científico. Son los últimos tesoros que entraron a la casa de Colonia Pando, que refulge su color morado bajo los rayos inclementes del sol de marzo en una Corrientes sedienta de una lluvia que no llega. Hace dos años que amaga y no llega.

El reloj, cuenta, se lo había regalado su papá. Lo creía perdido desde antes de la guerra. Cuando se lo devolvieron, la sorprendió su estado de conservación. Es un reloj de la joyería “La Perla” que su padre le compró allí mismo, en Colonia Pando, al dueño del negocio: un señor de apellido Yacuzzi, de Goya, que mensualmente salía a vender sus joyas por el campo correntino, en ese entonces nutrido de tabacaleros dispuestos a cambiar sus pesos por un poco de oro, plata o brillantes, como para lucir sus esfuerzos.

El de Gabino es un reloj pulsera marca Seiko, importado del Japón, de acero inoxidable resistente al agua. Es lo que dice la tapa trasera y lo que el artefacto ratificó estando casi 40 años bajo tierra.

—¿Y el pañuelito?

—Debía ser de alguna novia.

—¿Sabe quién es?

—Yo creo que sí.

—¿Me quiere contar?

—No, porque puedo mentir. Además, la chica está viva. Sí sé que era el pañuelo de una novia. Entregar un pañuelo se estilaba mucho en ese momento porque las viejas no le daban lugar a las chicas para que tengan contacto con un muchacho. No como ahora.

El pañuelo está doblado. Es de tela cuadriculada amarilla. También hay tiras ocres, rojizas, anaranjadas. Algunos puntos blancos. Tiene esos tonos mezclados con rastros de humedad. Está bordado en sus lindes con un delicado hilo blanco, ahora un poco menos inmaculado. En sus pliegues aún persiste la promesa de un amor que no pudo prosperar.

—¿Qué le pasó cuando vio esas pertenencias?

—Recordé que él me decía que no llore. “No llores por mí” -me decía-, “porque yo me voy con gusto a cumplir con mi patria”. Pero ese día me quebré. Cuando me entregaron las cositas me quebré… Y ese reloj le había regalado su papá…

Elma se queda en ese momento, en ese objeto que volvió a ella ahora que ninguno de los dos está. Ni su hijo ni su marido, que murió en 2010 y que se llamó igual que su hijo.

Lo piensa un rato, me mira, tal vez calibrando la confianza de la que soy digno, y comparte conmigo sus reliquias. No puedo evitar sentir el pinchazo de ese metal que es un desprendimiento de la Historia. Aparto la mirada. Evado su escrutinio. Busco mientras tanto el pañuelo e imagino a la Penélope de ese soldado, en las cartas que pudieron haberse escrito. Pienso en esa chica que quizás todavía se pregunta qué hubiera pasado si ese muchacho regresaba.

Pero el reloj me llama. Cuando voy a su encuentro y lo observo en detalle, me informa que se detuvo a las 12:50 de un miércoles 6. El tiempo y su enigma esencial, pensé, recordando al viejo Borges. El único miércoles 6 de 1982, si es que corresponde a ese año, transcurrió en el mes de octubre.

***

Gabino heredó de su madre el carácter social, amistoso; y de su padre, además de su nombre, la contracción al trabajo. Ella lo quería en las aulas. A él le gustaba la chacra: el blanco suave del algodón y el verde que deviene ocre y termina en el marrón intenso de los tabacos negros que se producen en San Roque. Por eso no siguió la Secundaria. Por eso también le decían Mencho.

Sí se graduó de Primaria. Terminó el séptimo grado en la escuela de La Elisa, que hoy lleva su nombre. Trabajó hasta que fue a la Colimba. Dado de baja volvió y decidió quedarse cerca de sus padres, hasta que el Ejército volvió a llamarlo.

Esa vida también le gustaba. Eran un buen soldado. Tanto, que llegó a ser dragoneante, escalafón superior del conscripto. Era servicial y generoso. Dicen que a diario lustraba sus saberes para compartir con los otros que sabían menos, o que recién en el Regimiento aprendían a leer y escribir. Gabino les ayudaba con sus tareas. Por eso también le decían Maestro.

—Él creía, como yo, que no hay cosa más grande que defender a la patria. Por eso digo que a mí me hubiese gustado morir allá, como él —dice Ramón Alegre, compoblano y camarada de Gabino.

—¿De verdad hubieras querido morir allá?

—Por supuesto. Que te peguen en un tiro es menos doloroso que ver bajar tu bandera.

Mientras escribo leo cosas de la guerra y escucho a los combatientes. Anoto palabras. Valentía. Heroísmo. Terror. Destrato. Vejaciones. Denuncias. Estaqueamientos. Juicios. Galpones llenos de comida. Hambre. Bodegas llenas de abrigo. Congelamiento. Chicos de la guerra. No: soldados conscriptos. Escasa preparación. No: servicio militar obligatorio. Desabastecimiento. No: bloqueo. Galtieri. Whisky. Plaza. Fondo patriótico. “Si quieren venir, que vengan”. Bombas. Tiros. Silencios. Nosotros. Malvinas. Causa nacional. Objetivo permanente e irrenunciable. Tatuajes. Remeras. Dictadura. Democracia.

También anoto preguntas. ¿Qué haríamos con esa tierra y con las personas que la habitan si algún día termina, como queremos, nuestro reclamo de soberanía? ¿Las Malvinas son lo que son o lo que creemos que son? ¿Qué plan tenemos para ese querido territorio esquivo, escondido “tras su manto de neblinas”? ¿Quién tiene la verdad que se perdió en esas islas?

***

—La verdad es que fue Gabino quien nos abrió las puertas de este increíble proyecto humanitario de identificación de nuestros compañeros. Hoy me siento en paz, con el deber y la promesa cumplidos —dice Julio Aro, y recuerda que primero se prometió identificar a sus compañeros, después conectar a sus familiares y hacer que fueran a Malvinas.

Como Elma no pudo, por la operación que la postró en 2014, se juró que abriría la tierra de ser necesario para que esa madre encontrara la tumba de su hijo. Lo logró.

—Llegamos a la mañana y el cementerio estaba para ella sola, sólo con la guardia de honor apostada ahí. Allí Elma dio una cátedra de amor ante todos. Había un cura y un traductor, y ella, sin entender lo que él decía, cada vez que el cura hacía una pausa decía “amén”. Cuando terminó, él se acercó a saludarla y ella le puso la mano en el hombro y le habló y les deseó bendiciones a todos. En ese momento no intervino el traductor. No fue necesario. En ese momento todos empezaron a lagrimear.

—Vieras como lloró. Lloró mucho el curita —dice Elma dos años después en el mismo patio donde tuvo la última charla con su hijo—. Lloró cuando le recité un versículo de la Biblia que dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida, y sin mí nadie llega al Padre”.

El curita es inglés, se llama Adrien Klos y es sacerdote de la Compañía de Rifles. Lo acompañaban diez guardias de honor, un trompetista, un traductor, el brigadier mayor de las fuerzas inglesas en las Islas del Atlántico Sur, Nick Sawyer, y el vicegobernador de Malvinas, Alex Mitham. Todos rompieron los protocolos para llorar, abrazar a esa madre y tomarse fotografías. Elma lo recuerda como una victoria arrebatada a la ausencia.

Al regresar, Julio Aro se hizo otra promesa: que esa madre pudiera conversar con el hombre que enterró a su hijo.

Todo estaba listo para que el encuentro sucediera el 16 de marzo de 2019, pero no sucedió. Excombatientes de Corrientes montaron guardia en la ruta, en San Roque, y avisaron que no dejarían pasar al “enemigo”.

—Fueron mandados a hacer por una mujer, pero después se arrepintieron —dice Elma. No la nombra, pero alude a Silvia Domínguez, en ese momento presidenta del centro de excombatientes de San Roque y esposa de un veterano que falleció tiempo después.

José Galván, expresidente del Centro de Ex Combatientes y actual titular de la Dirección Provincial Malvinas Argentinas, sostuvo entonces que el rechazo se debió a la persona del inglés. En estos días dijo que en realidad querían impedir una conferencia de prensa que se iba a realizar en el municipio de San Roque, no la visita a la madre de Gabino.

—Se malinterpretó toda la situación. Nosotros no queríamos la conferencia, pero doña Elma puede recibir en su casa a quien quiera, como todos nosotros. Ahora, en términos personales, si me preguntás, yo me opongo a que algunos quieran lucrar con los huesos de nuestros camaradas por intereses personales.

En ese momento incluso la policía de Corrientes patrullaba cerca de la casa morada de Colonia Pando para evitar la visita del “pirata”.

—Yo no tengo constancia de que haya sucedido eso. En todo caso, yo jamás di una orden semejante —asegura Juan José López Desimoni, ministro de Seguridad de Corrientes hasta diciembre de 2021.

Dada la situación, la Fundación “No me olvides” emitió un comunicado y suspendió la conferencia y la llegada del militar.

—Yo no vine acá a que se tire ningún tiro —dijo Cardozo. Ya estaba cerca de Corrientes cuando decidió volver sobre sus pasos.

***

Tuvieron que pasar 3 años y una pandemia para que Elma tuviera su revancha. El 10 de marzo de 2022 recibió la visita de Cardozo, de Aro y de Miguel Monforte, docente y documentalista marplatense que registró ese momento. Llegaron sin hacer ruido y pudieron cerrar la historia. A 40 años del enfrentamiento armado, Elma conoció al hombre que sepultó con honras a Gabino.

—Es un sueño cumplido recibir a Cardozo. Mucho quise conocerle —dice Elma, aún en tiempo presente, varios días después de la visita.

Elma y Geoffrey se vieron las caras, conversaron un día entero. Comieron, rieron, recordaron. Hicieron pastelitos y tortas fritas para completar el ritual con el que en Corrientes se saluda la llegada de la lluvia. Ese día por fin llovió y fue una bendición para todos. Para esas personas y para el campo ennegrecido por la impiedad de los incendios.

—Nunca dudé que Geoffrey tenía que llegar a mi casa, porque yo recibo a todos los que quieren venir. Y Geoffrey aquella vez quiso conocerme, y por culpa de una maleducada que originó ese problema, no pudo llegar.

 

Lo dice sin sordina, pero también sin bronca, embargada sí por la emoción y la alegría. Lo mismo que Cardozo.

—Yo no imaginé cuando tuve en mis brazos a Gabino, antes de inhumarlo, que un día iba a encontrarme con su madre. Y cuando con mi mano tomo la mano de esta mamá argentina siento algo muy especial, porque he perdido a mi propia madre hace 10 años. Siento una felicidad tranquila y profunda de tener a este personaje en mi corazón para siempre —dijo el inglés, a su turno, también contento, aliviado. Su voz grabada recorrió el país ese día.

—¿Viste lo que te dije? Tarde o temprano voy a vencer. La carrera que yo corro siempre gano sin rebenque —dijo Elma al final, y sonrió.

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¿Cuán importante es Malvinas para los argentinos? ¿Un inglés podría saberlo? ¿Debería importarle? ¿Y nosotros? ¿Sabemos lo que sintieron los isleños? ¿Eso importa?

Malvinas sigue siendo una guerra con heridos. Y con heridas. Muchas de ellas siguen abiertas. Supuran. Recelos anchos y desconfianzas hondas cavan grietas permanentes aquí y allá, entre jerarcas y las tropas; entre los que se movilizaron y los que pelearon; entre conscriptos y oficiales; entre reconocidos y marginados; entre los que cobran pensiones y los que no; entre los denunciados y sus víctimas; entre los que estudiaron y los que aún ignoran; entre los que viven el hoy y los que todavía habitan el pasado, amarrados a la guerra como forma de supervivencia o de estatus; entre los del centro y los de la periferia, asimetría que hace estragos también entre los exsoldados. Es una realidad que aflora cada año y que está, inconmovible, entre quienes compartieron trincheras. Sobre todo entre ellos.

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Entre marzo y mayo del ´82, antes de morir, Gabino envió dos cartas a su madre. Una era apenas una esquela escrita en birome. La otra era más larga, escrita en lápiz celeste, y que Gabino le dictó a uno de sus compañeros. Ella primero las leyó, y después decidió archivarlas. Hacía puchitos con las cartas, cual si fueran mensajes para las palomas, pero guardó esos rollitos de papel en algún lugar de la casa. Ahora no sabe dónde están, pero están.

—Nunca más pude leerlas. No soportaba, se me partía el pecho, no podía… Sí recuerdo que me pedía que no llorara. Que él juró morir por la patria.

—”Si Dios me levanta en este lugar, mami, si ya no regreso, no llore por mí, porque estoy luchando por mi bandera”.

Después de esa oración que recita de memoria hace años, Elma ensaya un monólogo agrio.

—Nunca nadie me avisó que mi hijo se fue a Malvinas. Los llevaron como secuestrados, como ovejas al matadero. Después de muchos días vino alguien del Ejército a avisar, por medio de un señor.

—Yo soñé que él no volvía. En el sueño he visto a los del Ejército llegando a mi portada con un ataúd. Eso fue durante la guerra.

—La patria para mí es algo muy lindo, muy bueno, pero con pasarle eso a mi hijo, algo me duele a mí. Tengo un dolor porque pienso que no había necesidad de hacer una guerra con un montón de adolescentes, habiendo hombres de carrera que están preparados.

—¿Cómo le mandan a las criaturas? —pregunta, se pregunta.

—¿Cómo?

—Gabino sabía que no iba a volver —repite Elma. Ella también lo supo.

Gabino no volvió, pero su nombre está al pie de la cruz de Darwin, y nombra ese busto, esa calle y esa escuela que a diario resucitan su memoria. Gabino no volvió, pero está vivo, y su lucha grabada a fuego. Fierro con fierro.

 

Fuente: La Nación 


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