El escritor y abogado Julián Axat refiere la historia de adolescentes de clase media que cometen delitos, y como el sistema penal está hecho solo para los pobres, logran quedar absueltos rápidamente.
Por Julián Axat*
Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado (…)
La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.
Osvaldo Lamborghini, “El niño proletario”
Durante un turno en 2010, recibo un llamado policial al teléfono de guardia (soy el defensor oficial en turno) que me avisa que un grupo de adolescentes acaba de intentar abusar sexualmente de una joven que caminaba por la calle a altas horas de la noche.
El hecho es el siguiente: Luego de un forcejeo, la joven sorprendida en la noche logra escabullirse de sus agresores y avisa al 911 desde su teléfono celular. La policía realiza un operativo e identifica el auto. Lo detiene. En la requisa encuentra envoltorios con marihuana, además de la característica dada por la víctima sobre los jóvenes. El automóvil es de alta gama, con vidrios polarizados. Ninguno de los adolescentes tiene carnet de conducir. Trasladados a la comisaría, esperan ser atendidos por un abogado. Pero antes de que llegue a la comisaría, para mi sorpresa, me llaman nuevamente y el oficial de servicio me explica que ya no es necesaria mi presencia, que el criterio del fiscal ha sido liberarlos de inmediato, “el fiscal no pedirá la detención por el momento, y acá están las familias que ya mandaron a llamar a un abogado”.
Los condimentos del caso (de los que más tarde me iba a enterar) eran más o menos los siguientes: la víctima era una supuesta prostituta (eso se rumoreaba, y por eso la desdibujaban como víctima). Los adolescentes eran amigos y se conocían de una escuela privada. El padre de uno de ellos era un conocido empresario.
El caso fue archivado poco después.
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Ver a los que escapan y no a los que quedan atrapados
Graves accidentes con el auto sacado sin el permiso de los padres y bajo el efecto de alcohol y otras drogas. Robos agravados cometidos en banda. Comercio de estupefacientes. Lesiones graves y homicidios en reyertas durante salidas nocturnas, etcétera, etcétera.
Hechos como que son más comunes de lo que parece, pero de los que no hay ni noticia.
Durante años presté mucha atención al delito cometido por adolescentes hijos de los sectores medios de la ciudad de La Plata. Pues yo recibía parte policial de ellos, de primera mano. Luego los abogados de las familias me sustituían en el rol, pues el defensor “de pobres” que paga el Estado, se hace a un lado cuando entra en escena el abogado bajo honorarios y de confianza.
El seguimiento de estos hechos es lo que me permitió entender el funcionamiento de la “selectividad inversa” del poder punitivo hacia otro tipo de adolescentes (los nunca prisionalizados), pues los estudios de criminología juvenil más tradicionales focalizan la selectividad de las agencias penales desde la vulnerabilidad de sus clientes, y no desde su capacidad de defenderse de la captación del sistema.
Por lo general, suelen ser los adolescentes pobres de las periferias urbanas atrapados por las agencias policiales que friccionan con ellos en base a los clásicos estereotipos discriminatorios negativos (color de piel, de pelo, forma de vestirse, de hablar, posición social, etcétera); pero nunca se analizan en profundidad los casos de rechazo por parte de dichas agencias cuando se presentan casos de adolescentes infractores que se salen de los estereotipos negativos.
Pese a la existencia de fricción (presuntas infracciones graves cometidas por estos adolescentes), aparece en ellos la capacidad de desmarcarse de entrada y neutralizar la captación y —de ese modo— lograr impunidad y trato privilegiado.
En estas situaciones, el grado de miserabilismo de las agencias penales queda expuesto más que nunca. Por eso me interesaba realizar un estudio sobre tácticas y estrategias que utilizan los jóvenes de clase media y sus familiares para no quedar vinculados con causas penales que puedan deteriorar su posición y status.
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El otro “Mitre”
Corría el año 2012, un joven de 16 años de apellido “Mitre”, caía una y otra vez preso por salir a robar. Esa compulsión por el desapoderamiento de lo ajeno, según la madre y los informes psicológicos, afincaba en “las juntas” del chico, cuyo padre al que nunca veía, lo había reconocido en forma tardía, colocándole por apellido el de una de las familias de abolengo, dueños de uno de los diarios más importantes del país y descendientes de un presidente unitario.
Luego de haber contratado a varios abogados para sacarlo en libertad, la madre desesperada y cansada, dejó en manos de los defensores oficiales su defensa. No había que hacer demasiado esfuerzo, el apellido del chico y los informes dando cuenta de cierto “error”, bastaban para que la excarcelación funcionara sin mayores argumentos. El juez le daba el sermón de la montaña, y “Mitre” salía, para volver a caer.
Eso, hasta que un día hizo de “escruche” mientras otros adolescentes ingresaban una casa a robar, y el dueño a punta de pistola se defendió y los corrió, hiriendo a Mitre que cayó de la moto, quedando gravemente hospitalizado. No fue el sistema penal, sino la secuela de la herida, lo que no le permitió seguir con su conducta compulsiva.
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Notas de campo de un defensor sobre “técnicas de neutralización”
Si bien en la mayoría de los casos los familiares de estos adolescentes han decidido colocar abogados particulares y estudios jurídicos a su costa, siempre traté de informarme sobre el trasuntar de esas causas en las que, alguna vez pude intervenir de forma circunstancial; aunque la regla era que no lo hiciera, por ser defensor oficial de pobres y ausentes.
Siempre me interesó entender la lógica del sistema cuando quedaba imputado de un delito un adolescente clase-mediero. Durante años fui acumulando algunos apuntes para una criminología de selectividad inversa (la criminología que no estudia a los pobres presos), aquí dejo algunas de mis notas de campo que recuerdan a las llamadas técnicas de neutralización de las que alguna vez hablaran los sociólogos norteamericanos Sykes, G., & Matza, D. (2016).
Mirar bien para corregir errores de entrada:
En muchos casos he notado que adolescentes captados por la policía ante una presunta infracción, reciben un trato igual, dado que poseen pautas y estilos culturales de presentarse, hablar, vestir y gestualizar que tienen los jóvenes de otros sectores (así: llevar una gorrita-visera, usar ropa deportiva, zapatillas inflables con altura, el buzo canguro con la capucha colocada, estar tatuados, usar piercing, hablar subrayando con las manos, etcétera).
Ocurre que, más tarde, la agencia policial y judicial hacen notar que hubo una confusión, entonces buscan una forma sutil de determinar que los estereotipos iniciales son algo aparentes y que contradicen la posición social del adolescente. Al presentarse la familia a dar explicaciones en las comisarías o estrados, exige un trato preferenciado que borre las etiquetas negativas. Lógicamente, esto también puede venir de la mano de uso de influencias y dádivas de todo tipo.
La solución rápida en comisarías:
He notado un aprovechamiento al máximo del margen de maniobra policial por parte de las familias a las que pertenecen adolescentes de clase media involucrados en delitos.
Las tácticas de neutralización que llevan adelante el adolescente y su entorno familiar en la seccional policial para favorecer una salida que evite la judicialización del caso (dádivas, presión, influencia, sobreactuación, etcétera) terminan siendo las que dan una impronta al tratamiento posterior y que otorgan impunidad.
La empatía de los peritos:
He notado una utilización sesgada de informes psicológicos y ambientales que tratan de explicar y “justificar” las conductas desplegadas por estos adolescentes involucrados en delitos, como algo atípico y excepcional en sus vidas, de manera de convencer a los jueces de que se trata de un desvío de cauce “corregible”. Se resaltan el hábitat, las condiciones de vida, etcétera. Advierto una empatía de los peritos oficiales, modificando el sesgo tradicional que utilizan con los clientes de selectividad cotidiana, a los que —a través de sus informes— confinan con etiquetas y frases lapidarias.
Esto se arregla en privado:
Los policías y funcionarios judiciales reciben en sus despachos a las familias de estos jóvenes en forma previa a las audiencias y actos en los que se determinará la resolución del caso y aconsejan salidas y soluciones, pero que no se note en público cuál fue el consejo.
Salidas alternativas, nula prisionalización y absolución:
En los casos que he observado, no advertí situaciones en las que adolescentes pertenecientes a estos sectores sociales hayan quedado privados de la libertad o incluso que hayan pasado por un juicio. Se realizan suspensiones de juicio a prueba, se ofrecen altas sumas de dinero para reparar los daños o compensar a víctimas, etcétera.
Dado que el decreto ley 22.278/82 permite eximir de pena y reducirla al mínimo, transcurrido un año sin mal comportamiento, los jueces absuelven de pena en delitos graves.
Algo que muy pocas veces ocurre con otros adolescentes pobres, que son prisionalizados de entrada: se les rechaza cualquier salida alternativa, son juzgados y pocas veces acceden a la cesura y –luego- absolución.
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Los pibes rubios
Como vemos, el sistema punitivo juvenil formal tiene contacto con diferentes sectores sociales, pero su poder de selectividad se escabulle y funciona en forma distinta según esos sectores. Se las rebusca para tratar de confeccionar recorridos paralelos para aquellos que no considera que deban transitar por su seno; o directamente, transitarlo de una manera o “forma especial”.
Es decir, el otorgamiento de un trato desigual en igualdad de circunstancias (formales) entre jóvenes de clase media y otros de clase baja.
El trato ocurre lo más solapado posible para no exponer la empatía de clase de la agencia judicial, aunque —para un nativo no incauto— se torna grosero en los hechos.
La diferencia de los casos sirve —en el fondo— para generar contraste con los casos cotidianos, donde “la media” de los jóvenes resulta vulnerable y vulnerabilizada por el propio sistema punitivo. De modo que la gestión “discriminante” de la circulación de la sospecha (policial-judicial) se perfecciona en el campo por memoria de su fricción selectiva inversa.
Este esquema lleva a que las reincidencias de desvío en los casos de adolescentes que se convierten en personas adultas pasen a ser una clara demostración del fracaso de los sistemas penales para la infancia como prevención general, por el marcado uso de selectividad clasista de burocracias judiciales autoritarias (algo muy común en los sistemas penales juveniles latinoamericanos).
La desigualdad en la aplicación de la ley penal entre sectores sociales es una construcción de una cultura policial judiciaria patriarcal, con énfasis en el populismo punitivo, y que por sentir empatía “de clase” con lo mismo que pueda estar siendo juzgado, genera recorridos y tácticas de rechazo-neutralización desde adentro, que hacen permeable y facilitan la impunidad para aquellos sectores a los que —los jueces— se sienten pertenecientes.
Por eso la selectividad punitiva debe explicarse como revancha social de una estructura reproductora de las diferencias. Por eso la criminología hoy debería pensarse más como criminología de las técnicas de neutralización de los sectores opulentos que de la ya clásica criminología de los pobres.
Y los legisladores, cuando diseñan leyes, deberían pensar estos problemas.
*Escritor y abogado
Fuente: El País Digital