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Era increíble verlos así después de haber pasado por sus manos, por su crueldad sin límites, por sus “misas” dementes.

Jueves, 24 de junio de 2021

Foto: Jorge Tello / Es Chaco

 

Por Miguel Ángel Molfino

“El hombre es el lobo del hombre.” (Thomas Hobbes, filósofo inglés)

 

Durante la sustanciación de los juicios por la Masacre de Margarita Belén y la denominada causa Caballero, por delitos de Lesa Humanidad cometidos en la última dictadura cívico militar, se pudo ver, en el sector de los imputados, a poco más de una docena de hombres canosos que asistían, apacibles y como ajenos, a los atroces testimonios de sus ex cautivos.

Era increíble verlos así después de haber pasado por sus manos, por su crueldad sin límites, por sus “misas” dementes.

“Escupí el demonio, hijo de puta”; “te voy a dar máquina hasta dejar sin luz a Resistencia”; “te vamos a sacar las tripas por la boca”,”rezá el padrenuestro o te corto la pija”, éstos espirales alucinados, verdaderos exorcismos, no nos dejaban dudas de que nos hallábamos a merced de una recua de enfermos sin freno.

Con el tiempo llegué a pensar que esa hipótesis era la más probable hasta que me topé con Hannah Arendt, filósofa y teórica política alemana que introdujo una línea de pensamiento que me fue muy difícil (y aún me cuesta) de aceptar. Fue necesario leerla y releerla para poner distancia con mis propias ideas sobre los torturadores y sus mentes. Hannah Arendt, con su banalidad del mal, dio una vuelta copernicana sobre la comprensión de esos actos, cuando pensó su teoría. 

LA BANALIDAD DEL MAL COMO REALIDAD

La banalidad del mal, ese concepto que afirma que personas capaces de cometer grandes males o atrocidades pueden ser gente aparente y perfectamente normal. ¿No nos suena? ¿No nos parece un pensamiento muy vivo, cada vez que aparece un asesino, un maltratador, un violador en las noticias y oímos a sus vecinos diciendo eso de “es increíble, era una persona normal.”

 Pensemos, pues, en esas personas normales capaces de cometer actos atroces. Y, ya puestos, pensemos más. Hannah Arendt plantea que las personas que no se consideran culpables de forma individual de un mal colectivo, aunque hayan participado o formado parte de alguna manera en él, que piensan que sus actos son solo un insignificante grano de arena, que únicamente obedecen y ejecutan los planes trazados por “los de arriba”. Nos abre la puerta para que también reparemos en los que se ven a sí mismos como un mínimo eslabón sin poder de decisión y, por tanto, sin responsabilidad en una cadena mucho mayor en la que hay otros por encima que son los que deben rendir cuentas y dar explicaciones. Y ahí, en esa obediencia sin reflexionar sobre las consecuencias de los mandatos, en esa forma de trivializar las actuaciones propias que, sumadas, llevan al mal final, en ese pensar “qué más da lo que yo hago si no tiene importancia…”, en ese “pero si yo solo soy una persona normal”, ¿hay culpa?

El concepto de la banalidad del mal surgió en su relato sobre el juicio y la personalidad de Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS nazis y culpable de las deportaciones que acabaron con la vida de millones de judíos.

Para la Filósofa, Eichmann no actuó movido por la locura ni la maldad, sino que trabajó y fue funcional dentro de un sistema establecido basado en el exterminio.

 Escalofriante. Pero respondió a mi interrogante: ¿puede una persona aparentemente normal cometer semejantes barbaridades?

Todas las personas sometidas a presión y convenientemente adiestradas podríamos cometerlas, fue la respuesta de Arendt. En su opinión, fueron los acontecimientos los que hicieron que Eichmann desarrollara ese odio hacia los judíos. En determinadas circunstancias, el mal es el resultado de los actos de personas normales que se encuentran en situaciones anormales.

No es mi intención hacer un ensayo sobre la banalidad del mal, por eso este vuelo rasante y breve sobre el pensamiento de Hannah Arendt.

De cualquier manera, más allá de que no tengo la capacidad de rebatir a semejante pensadora, no abandono mis sospechas sobre la conducta de los genocidas.

No creo que cualquier persona normal sea capaz de transformarse en un lobo para despedazar a un hombre.

Sé también que normal es un significante casi romántico puesto que la normalidad o un patrón de normalidad es inexistente. Sí existe la cultura de una sociedad dada, sus construcciones morales y su sentido.

Lo que sí importa, más allá de cualquier interpretación sobre un determinado genocidio y sus actores, es la decisión de no olvidar, no perdonar y castigar con la ley cualquier degradación de la condición humana.

 


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